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Elecciones municipales
Columna
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La Barcelona del miedo

Josep Ramoneda

El debate de las primarias del PSC, plano y sin apenas otro tema que el de la seguridad, confirma la sospecha de que vamos a unas elecciones que se jugarán por completo en el terreno de la moderación y el orden definido por Xavier Trias. Después de 30 años de gobierno en Cataluña y en plena crisis orgánica, ideológica y política es obvio que el PSC no está para grandes alegrías. El argumento del cambio funciona por sí solo. Xavier Trias, estos años, no ha desgranado un modelo de ciudad, sino una actitud personal basada en la dedicación, la seriedad y el reconocimiento del terreno. De indudable valor en un tiempo en que "levantarse temprano y trabajar duro todo el día" ha sido consagrado como el horizonte ideológico insuperable. Es su tenacidad la que le ha llevado donde está, porque hasta el último momento la nueva generación que lidera CiU ha pensado en quitárselo de en medio. No es de los suyos. Trias es un candidato para concentrar una dinámica de cambio sin riesgo, pero no para liderar un proyecto de futuro, que es lo que necesita Barcelona en este momento.

Barcelona tiene que ser una ciudad descarada. No le sienta bien la condición de ciudad temerosa, pacata e hipocondriaca
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Un PSC exhausto no parece en condiciones de conectar el proyecto que hizo grande a Barcelona con un nuevo salto hacia el futuro. Y como es habitual en la izquierda en tiempos de desconcierto, tenderá al mimetismo: a buscar cómo parecerse a Trias más que cómo diferenciarse. Barcelona no merece una campaña sosa en que las únicas estridencias las aporte el PP con su irreprimible tendencia a pulsar la tecla del sadismo ordinario de los ciudadanos con el tema de la inmigración. En este panorama, ¿quién defenderá la ciudad abierta y creativa que Barcelona debe ser?

Barcelona tiene que afrontar tres problemas fundamentales: consolidar su condición de capital de la creatividad en el mundo global, combatir las desigualdades crecientes que amenazan los equilibrios sociales y completar el aprendizaje de vivir juntos gente diferente.

Barcelona es capital. De Cataluña, por supuesto. Sin Cataluña, Barcelona, probablemente, sería Marsella, pero sin Barcelona, Cataluña sería poco más que la Provenza. Cataluña tiene que perder el miedo a Barcelona y Barcelona tiene que liderarla sin complejos. Y, para ello, necesita consolidar su condición de referencia. Barcelona no será una capital financiera global. Caben pocas en Europa y, de momento, ya están adjudicadas. Pero puede y debe ser una capital de la creatividad, con capacidad de influencia global. Y con capacidad de contaminar a Cataluña entera, difundiendo el espíritu de ciudad abierta y sin el miedo que le ha dado sus mejores momentos. ¿Quién aportará en estas elecciones la fuerza catalizadora de una Barcelona creativa, territorio de innovación cultural, científica, económica e incluso política, para reinventar las instituciones del país?

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La presión sobre las grandes ciudades es muy fuerte. Una globalización, que ha concentrado a las personas en lugares ya poblados, ha desplazado hacia ellas casi todos los problemas. La secuencia salarios más bajos, costes más bajos, precios más bajos y beneficios más altos, que la ortodoxia económica impone, está abriendo un abismo de desigualdades en ciudades como la nuestra. Nos estamos acercando a los umbrales de lo insostenible. La política vive momentos de descrédito, convertida en chivo expiatorio de los problemas de todos. La cultura de la indiferencia no es un marco fácil para reimpulsar un proyecto de ciudad creativa y confiada. La triple valencia de la indiferencia es demoledora: indiferencia como a-política, como triunfo del sálvese quien pueda; la indiferencia como desjerarquización de los valores; la indiferencia como negación del reconocimiento del otro. Hemos sacralizado la diferencia al señalar al otro, precisamente para mantenerle a distancia. Este es el gran error del multiculturalismo.

Cualquier proyecto con ambición para Barcelona debe afrontar de cara estos desafíos. Y la izquierda, en particular, no puede renunciar a lo que le es consustancial: la relación con el progreso, la cuestión de la igualdad, una idea de libertad un punto libertaria, capaz de comprender que Barcelona nunca será Ginebra y la idea cosmopolita de una sola humanidad. Sin ello, la izquierda es un simple recambio de poder. Y, en este caso, es ella ahora la rueda gastada que hay que cambiar.

Barcelona tiene que ser una ciudad descarada. No le sienta bien la condición de ciudad temerosa, pacata e hipocondriaca. Es preocupante que la seguridad sea el tema principal de las propuestas políticas cuando Barcelona es una de las ciudades más seguras del mundo. Pero es sintomático: quiere decir que para ser un referente de ciudad abierta, tolerante y atrevida necesita combatir a fondo las desigualdades, trabajar por el reconocimiento de todos, impedir que las instituciones humillen a los ciudadanos. Solo entonces se podrá cambiar el discurso del miedo por una visión positiva de lo nuevo.

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