Nostalgia del error
Hubiese sido imposible pronosticarlo hace tan solo cinco años: Robert Rodríguez se ha convertido en un cineasta de referencia para entender la tensión entre el futuro digital de la imagen en movimiento y la memoria de eso que dio en llamarse cine. Si Sin City (2005) era un virtuoso ejercicio de post-cine que parecía soñar su propio pasado clásico de síntesis, Planet Terror -su aportación a ese proyecto Grindhouse demediado fuera del mercado de EE UU- es otro elocuente síntoma de estos tiempos perplejos: un ejercicio de nostalgia por la imperfección analógica, el error de escritura y el carácter perecedero de los materiales que, hasta hace poco, sostenían la ficción cinematográfica. Planet Terror es como el lamento de un inmortal por haber superado un pasado con fecha de caducidad. Y, también, una singular (y deliberada) mímesis de los mecanismos de la cultura basura: un producto capaz de elaborar una auténtica coreografía del error, transmutando la fealdad y la incorrección gramatical en fundamento de su sentido del espectáculo.
PLANET TERROR
Dirección: Robert Rodríguez. Intérpretes: Rose McGowan, Jay Hernández, Josh Brolin, Bruce Willis. Género: Terror. Estados Unidos, 2007. Duración: 97 minutos.
La naturaleza bifronte del proyecto original Grindhouse ha llevado a algunos críticos a poner la película de Rodríguez en relación a la de Tarantino: los cineastas han optado por estrategias contrapuestas, pero complementarias -Tarantino sustrae y dilata, mientras que Rodríguez suma y condensa- y a este crítico le resulta sumamente difícil elegir. Entre otras cosas porque Rodríguez, con su experimento aparentemente más banal y epidérmico, ha logrado uno de los mejores trabajos de su carrera, un honesto, sentido e intensísimo homenaje a ese John Carpenter que, a través de 1997: Rescate en Nueva York (1981), despertó su vocación de cineasta, y a un centenar de referentes más en el universo de los subgéneros.
Para disfrutar plenamente de Planet Terror -y del Death Proof tarantiniano que llegará a finales de agosto- conviene asumir que lo que está en juego no es la distancia cómplice, la ironía o el guiño postmoderno: Tarantino y Rodríguez no miran sus modelos con displicencia, ni buscan redimirlos. Lo suyo es una declaración de amor total, sin dobleces: ambos reivindican que en la serie B (y en la Z) existió un territorio de libertad capaz de disparar a la platea emociones sin silenciador y de inyectar a cada espectador imprudentes dosis de placer.
Planet Terror ocurre en un universo donde mentar a Bin Laden resulta tan evocador como pronunciar la palabra barbacoa, los científicos tienen pinta de gitanos rumberos y las ex-strippers se ciñen prótesis letales: en suma, el excesivo mundo del imperativo de goce (z)inéfilo.
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