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El secreto del orfebre

Elia Barceló, la Gran Dama de la ciencia-ficción española, cambia de registro y nos sorprende con 'El secreto del orfebre', una fascinante y original historia de amor.

EL SECRETO DEL ORFEBRE

Las cuatro de la mañana. Últimos de diciembre.

Escribo ahora para mí, a mano, con mi menuda letra de orfebre, en este piso recién alquilado, semivacío, mientras la nieve cae mansamente tras de los cristales sobre esta calle Clinton en la que ya no suena la música de la que hablaba Cohen. Escribo para mí. No hay nadie más. No hay nadie más ahora que no está Celia.

He consumido tres cigarrillos buscando las palabras, el principio, el arranque de esta historia que hoy me cuento, pero ¿dónde encontrarlo ¿Cómo? ¿Cómo, si no hay principio, y el final que marcó mi vida, ese final de hace tantos años, está apenas a seis días de esta madrugada neoyorquina? Los recuerdos acuden enfurecidos, luchando por imponerse al desorden de mi mente, y se confunden en un magma vidriado que apenas deja entrever los contornos de lo que fue.

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Un posible comienzo: era septiembre, una noche ventosa preñada de tormenta. Yo dormitaba en el compartimento vacío del tren que me llevaba a Oneira, a despedirme del tío Eloy, el último pariente que me queda y a quien le debo mi oficio, el que me acogió en su relojería cuando, desesperado, a mis veinte años, salí de Villasanta jurando no regresar jamás.

La luz del pasillo iluminaba débilmente mi rostro que se reflejaba de modo fantasmal en el cristal de la ventanilla y me hacía recordar el que tuve en la infancia, el que naufragó para siempre en la despedida, como si aquel niño se hallara agazapado en algún lugar de mi interior esperando un descuido mío para emerger de nuevo de las aguas fangosas del pasado con su sonrisa feliz y sus ojos brillantes. Hacía casi veinticinco años que me había marchado de Villasanta de la Reina dejando atrás todo lo que había sido mi vida hasta entonces, dejando atrás la escuela, los amigos, los bailes, los paseos. Dejando atrás a Celia.

Recuerdo que recordé entonces con una intensidad que me hizo enderezarme en el asiento, asustado de mí mismo, el instante preciso en que la conocí, su perfil moreno en el vestíbulo del Lys, la pequeña perla en su oreja, el pañuelo blanco que se pasaba con cuidado por debajo de las pestañas al salir del cine, su rápida mirada hacia la amiga que la tranquilizaba sonriendo: «No, mujer, no se te nota nada». Fue como si mi corazón no pudiera decidirse, como si quisiera al mismo tiempo dejar de latir o echarse a volar desbocado hacia esa mujer a la vez frágil y dura, del traje sastre y el collar de perlas que parecía una actriz de cine negro, una estrella caída en el barro del cine de pueblo con su suelo sembrado de cáscaras de pipas y papeles grasientos de empanadas de atún.

Entonces me enteré de que la llamaban la viuda negra, me lo dijo Tony con un codazo en las costillas, mientras ella se perdía en el tumulto de la salida de la sesión nocturna.

Salí del cine como en trance, dispuesto a hacer lo que fuera por volverla a ver, porque me mirara, por oír su voz. No me enteré siquiera de que los amigos me arrastraban al Negresco a tomar algo antes de retirarnos y sólo cuando estuvimos sentados en la mesa del fondo, bajo el espejo, me di cuenta de que el camarero se estaba impacientando. Murmuré: «Un cortado», y al retirarse Fabián, en lugar del mandilón blanco que me había encandilado segundos antes, la vi frente a mí, en mitad del café, mirándome fijamente con una expresión que no supe descifrar, algo que oscilaba entre la sorpresa, la alegría y el terror, algo que sólo veinticinco años más tarde comprendería, cuando fuera demasiado tarde.

Ella se quedó parada a unos metros de nosotros, apretando el asa del bolso como si de ello dependiera su vida. La amiga, melindrosa y pizpireta, con esa coquetería ridícula de cuarentona soltera que sin embargo consigue siempre lo que quiere, se nos acercó:

—Chicos, si no os importa..., hay más mesas libres... y nosotras siempre nos sentamos aquí. A Fabián se le habrá pasado decíroslo. No os importa, ¿verdad? A Celia le gusta sentarse en esta mesa.

Me puse en pie de inmediato. Me habría puesto de rodillas si me lo hubiera pedido. Los amigos, buena gente, fueron levantándose también, haciendo señas hacia la barra para que nos trajeran las consumiciones a otra mesa, «Manías de viejas, qué se le va a hacer». A mí Celia no me pareció vieja. Tenía la piel pálida, cremosa y suave, unas ligeras arrugas en torno a los ojos que no se apartaban de mí, unos ojos que entonces me parecieron de color cerveza y que sólo más tarde, ya orfebre, comparé con los topacios brasileños, una luz de atardecer cristalizada.

Los recuerdos se agolpaban tras mis párpados cerrados como la gente que sale de un inmenso cine por una sola puerta, empujándose, amontonándose, cediendo terreno a la fuerza de otros más atrevidos o menos cuidadosos para atravesar unos detrás de otros el umbral. Imágenes que creía haber olvidado aparecían durante unos segundos fulgurantes para dejar paso a otras igual de intensas, igual de nítidas: los paseos de los sábados por la calle Jardines; los bailes del verano en el jardín del casino engalanado para las Fiestas Mayores; las interminables conversaciones con los compañeros del instituto en el Negresco imaginando nuestro futuro, siempre brillante, siempre triunfal; los primeros cigarrillos fumados junto a la tapia del cementerio; los baños en el río; la nueva maestra de primaria entrevista en enagua en la casa que le alquiló Remedios la partera y que aún no tenía visillos, para escándalo de las vecinas, que acabaron regalándole unas cortinas para su dormitorio; los bocadillos de atún en aceite que preparaba Florinda, la vieja de la fonduca, la del marido holgazán que terminó de mala manera en un tugurio de Montecaín.

Olores, sonidos, luces perdidas para siempre en los pantanos de la memoria, junto a los recuerdos de mi casa de la infancia, la que mis padres cerraron para marchar a Oneira cuando mi hermana murió a los veintidós años atropellada por una moto en una calle de París el mismo día en que terminaba su curso de verano, la casa que —muertos también mis padres— aún estaría allí, en Villasanta, con todos sus muebles cubiertos de polvo, sus fotos antiguas en los cajones, sus cubiertos de diario en la cocina, sus sábanas quizá comidas por los ratones; esa casa cuyas llaves había llevado yo siempre como extraño amuleto desde la muerte de papá y que no había pensado utilizar en la vida.

El tren atravesó el segundo túnel de los tres que como un «ábrete Sésamo» franquean la entrada de Umbría, el país de las leyendas, según reza nuestro eslogan turístico, y antes de salir del tercero, antes de saber qué estaba haciendo y por qué, había bajado las dos maletas que como todo equipaje me acompañarían en mi traslado a Nueva York, me había puesto la gabardina y el sombrero y me encontraba de pie en la plataforma esperando ver aparecer tras la larga curva la estación de Villasanta de la Reina.

No sé qué pensé. No sé qué esperaba encontrar. Sólo recuerdo que algo en mi interior repetía «ahora o nunca» y que sabía que si dejaba pasar esa ocasión, si seguía viaje hasta Oneira, luego tomaría el chárter a Londres y de ahí a Nueva York y nunca más volvería a ver el pueblo de mi infancia.

Próxima entrega: "La muerte viene de lejos", de J.M. Guelbenzu

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