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Crónica:TOUR 2009 | Primera etapa
Crónica
Texto informativo con interpretación

Contador dibuja su territorio

El chico de Pinto, segundo tras Cancellara, y primero de entre los favoritos, saca 22s a Armstrong

Carlos Arribas

Una contrarreloj de primer día de Tour es como el sorteo de lotería de Navidad, un ejercicio de paciencia, una representación teatral larga, tan larga, y sin estructura dramática, sin un autor en la sombra que regule los clímax, los anticlímax, la catarsis, los momentos de suspense, el desenlace final. Lo mismo puede caer el gordo en Albacete a las 9.30 de la mañana, cuando Iñaki Gabilondo no ha calentado la garganta, encima, convirtiendo el resto de la mañana en un responso sin crescendos ni tensión, que puede esperar, para desesperación de los impacientes, a las 12.30, y caer en Madrid. Lo que no quita importancia al premio, claro.

Ayer, en Mónaco, calima y sudores, el glamour concentrado en los hermosos ojos claros de Rama Yade, la estrella creciente del sarkozysmo, la nueva secretaria de Estado de Deportes, que oscureció casi hasta la invisibilidad al príncipe de los Grimaldi, Fernando Alonso. El hombre que mide la vida en milésimas de segundo, que la vive en olor de gasolina, en estruendo de motores, dedicó la tarde al siseo de las lenticulares pintadas en hipnóticos diseños estroboscópicos, al susurro de los engranajes suaves, al ardor de las pedaladas. Dio la salida a Armstrong a las cuatro como niño de San Ildefonso que canta el gordo de un número que no juega, aunque sabe que juega una mayoría ilusa, se pasó tres horas sudando la inclemente humedad monegasca mientras el speaker repetía la cantinela de tiempos intermedios de decenas de corredores que poco importaban, aprendió que hasta en ciclismo la aerodinámica importa cuando el mecánico de Contador le enseñó unos pedales que valen su peso en vatios -medido en velódromo: cuestión de eliminar turbulencias, hábleme usted de los difusores de Brawn-. Esperó y esperó, constató cómo el gordo de Armstrong -saltarín como una pulga, incómodo, ambicioso- duró lo que dura un cubito al sol mediterráneo, lo que tardó su mejor amigo en el pelotón, Levi Leipheimer, en terminar; constató cómo lo que parecen gordos según pasa el tiempo se convierten en retahíla de segundos, terceros, cuartos, quintos y hasta pedreas, hasta que Johan Bruyneel le abrió la puerta de copiloto de su coche y le invitó a seguir la contrarreloj de Alberto Contador. "Éste es mi favorito", dijo el piloto asturiano. "Alberto, Contador, claro, es el más fuerte".

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Era su gordo.

Llegaba el momento en el que el caótico cántico cobrara sentido. Finalmente un diseño lógico parecía imponerse en forma de traca final, ruido y olor a pólvora, humo, todo tan mediterráneo. Pasó el fino Roman Kreuziger, un checo con futuro y con un padre joven, 44 años, que fue profesional en el 92, cuando Armstrong empezó a ganar dinero dando pedales; pasó el escuálido Andy Schleck, su pedalada de pajarito, ágil ligera; pasó Nibali, el escualo del estrecho, oro de la camada liviana; pasó Wiggins, un especialista de velódromo, y, cuando dieron las siete, cuando levantó el bochorno y la brisa del mar empezó a sentirse, salieron los pretendientes. Salió el gordo definitivo, uno de los dos gordos, que fue Cancellara. Gordo en todos los sentidos y, por lo tanto, más impresionante -la pintura de la barra de su bicicleta desgastada por el roce de sus muslos, pero, aun así, qué forma de trepar la del suizo que acaba de ganar la Vuelta de su país tras un año penoso echando vapor, derrochando potencia, por las cuestas de la cornisa, unos repechos que ni Alonso, ciclista también en sus tiempos libres, ni se atreve a sudar-, una estampa que, subiendo, recordaba tiempos pasados, pisados, que bajando, impasible, un torpedo, asustaba. Dobló a Menchov, el ganador del Giro, que había salido minuto y medio antes; achantó a los demás. A su lado Evans, que también impresiona por su determinación parecía tan poca cosa como nada; a su lado Carlos Sastre, el dorsal número uno, el vencedor saliente, se quedó en alma en pena. Vivió una pesadilla llamada rebelión de los objetos. Quería salir de amarillo, sentirse Piolín, en apariencia indefenso ante el hambriento gato, en realidad torturador de Silvestre, pero el Tour no le dejó -"después de lo de Landis hemos puesto los contadores a cero", dijo el director de la carrera, Jean François Pescheux. "Lo del maillot amarillo del último ganador era una regla no escrita, además, que con las mismas se podía dejar de aplicar"-, un casco roto ajustado se lo impidió.

A su lado se engrandeció la figura de Contador, con el maillot de lunares de la montaña. Que marcó el mejor tiempo en la subida, marcó su territorio, dibujó su mapa, y se dejó ir en el descenso. Que sacó 22s a Armstrong. Los suficientes para afirmarse pero sin apabullar. El tejano fue décimo, las ocho cronos iniciales de sus últimos Tours las terminó en el top ten, con lo que no pudo considerarse derrotado, lo que convertirá el objetivo oculto de su regreso -alcanzar la estatura de héroe que sólo la derrota confiere- en un afán lento y doloroso.

Alberto Contador, durante la contrarreloj de ayer en Mónaco.
Alberto Contador, durante la contrarreloj de ayer en Mónaco.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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