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Cuadernos de Kabul

Hoteles, Kapuscinski y la competencia

El enviado especial de EL PAÍS explica la importancia del alojamiento en zona de guerra y la necesidad del compañerismo

Ryszard Kapuscinski tenía una manía en sus viajes: personalizar la habitación del hotel en la que iba a pasar tiempo durante una cobertura informativa. A veces, le bastaba con desplegar unos pocos objetos por la mesilla de noche y la mesa de trabajo para que ese lugar extraño, frío e impersonal empezara a transformarse en un sustituto del hogar capaz de que mitigar la soledad.

En una zona de conflicto, elegir bien el hotel es esencial: puede salvar la vida y hacer agradable el trabajo. La electricidad para el ordenador y los cargadores de las cámaras siempre son más importantes que el agua.

En Kabul, los periodistas extranjeros se han repartido en hoteles pequeños. Todos huyen de los grandes como el Intercontinental y el Serena porque existe la sensación de que los talibanes van a intentar algo sonado dentro de Kabul antes de las elecciones. Se suceden las bromas sobre la cercanía de las habitaciones a los muros exteriores y la exposición de su inquilino a un posible coche bomba. El humor negro es una forma de espantar los miedos y de pasar el rato. Aunque las nuevas guest house están haciendo su agosto, se mantienen en unos precios aceptables. No hay inflación de avaricia. Después lo compensan con algún exceso en el cobro de las cervezas turcas Effes Pilsen.

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El mío dispone de aire acondicionado, agua más o menos caliente (aunque tiene sus momentos: de repente helada; de repente, ardiendo), buena conexión wifi y televisión por satélite en la que es posible ver todos los canales árabes del mundo, que tienen su punto cuando te acostumbras.

Recuerdo la primera llegada al Holiday Inn de Sarajevo en abril de 1993. Dos de las cuatro fachadas eran inservibles, pues daban al frente: habitaciones quemadas, ventanas arrancadas de cuajo, agujeros de bala en las paredes. En las otras dos fachadas vivían los periodistas extranjeros. No había agua ni luz (ni ascensores) y los precios competían con los mejores hoteles de París. En aquella época transmitir una crónica era una pesadilla. El periodista debía dedicar varias horas al proceso. Las agencias de prensa extranjera disponían de satélites, entonces unos aparatos enormes que necesitaban de varias personas para moverlos, a los que sacaban gran rentabilidad: 40 dólares el minuto. Este periódico se dejó un buen dinero en aquella cobertura informativa que duró tres años y medio.

Los hoteles de periodistas tienen cierto sabor, pero no se parecen al de El Americano Impasible. La realidad siempre se queda corta frente a la imaginación de Hollywood, al menos en ciertas cosas. Se bebe poco, al menos en sitios como Kabul, y se habla demasiado. Cada uno cuenta sus batallitas, que son las mismas de la última cobertura. Nadie menciona sus reportajes en marcha ni de las crónicas a punto de cocción. Sólo se charla de lo ya publicado. Hay un compañerismo que supera las diferencias ideológicas y empresariales de los medios y suele haber ayudas en las desgracias informáticas. La competencia no es poner zancadillas.

Recuerdo una anécdota de dos célebres periodistas deportivos norteamericanos que siempre coincidían en todos los eventos. Una vez, uno de ellos llegó tarde al partido, quizá de béisbol, por un problema de tráfico. Tras sentarse, preguntó al compañero: "¿Me he perdido algo?" El rival informativo le narró con detalle todo lo que había pasado. Sorprendido por su generosidad, dijo: "¿Por qué me lo cuentas todo tan bien si somos competencia?". El primer periodista le miró, sonrió y dijo: "La competencia, querido, empieza en el momento en que nos ponemos a escribir".

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Dos afganos observan por la ventana en un edificio de Kabul.
Dos afganos observan por la ventana en un edificio de Kabul.FRANCE PRESS

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