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Reportaje:La ofensiva terrorista

La garrapata patriótica

El proceso partió de un equívoco: que ETA había decidido ya poner fin a su historia

A ETA le encaja como anillo al dedo la frase que el que fuera ministro de Asuntos Exteriores israelí Abba Eban endosó a Yasser Arafat: nunca pierde una oportunidad de perder una oportunidad. Puede añadirse también que Josu Ternera, Txeroki y los suyos tienen la dudosa virtud de convertir en profetas a los agoreros. Su comunicado del pasado martes no entierra el llamado (de nuevo, mal llamado) proceso de paz, porque ya lo estaba. Únicamente clausura las dudas y debates que se habían planteado en el seno de la organización terrorista y su círculo político inmediato, y oficializa la nueva unanimidad en volver a hacer lo que nunca han estado realmente dispuestos a dejar de hacer.

El más reciente intento de dar un final dialogado al último exponente de lo que Kepa Aulestia bautizó como terrorismo del bienestar arrancó de un sobrentendido que luego se convirtió en equívoco. Se interpretó que un sector dominante en ETA y Batasuna había llegado por fin a la conclusión de que era conveniente para sus propios intereses buscar una salida razonable a una historia de cuarenta años de delirio. El diseño planificado por ese mundo, y aceptado por el Gobierno y las fuerzas que le respaldaron en el empeño, consistía en que la organización armada diera un paso atrás, previo a su desaparición, y que la organización política diera, de una vez, el paso al frente. Ese era el único sentido estimable de la declaración de Arnaldo Otegi en el Velódromo de Anoeta de noviembre 2004 y de todo lo que vino después. La tarea del Gobierno consistía en favorecer ese tránsito dentro de los márgenes de la ley, definidos en la moción aprobada por el Congreso en mayo siguiente.

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Más allá de los errores de enfoque y de actuación que pueden imputarse al presidente Rodríguez Zapatero en la gestión del proceso, hay una evidencia que se impone de su desarrollo: ni ETA se retiró del todo al papel supuesto, ni Batasuna tuvo la voluntad o capacidad suficientes de asumir la única representación de la izquierda abertzale en condiciones exclusivamente políticas. Esto implica admitir que la legitimidad y viabilidad de su proyecto depende del respaldo democrático que recabe y de las oportunidades que se presenten en cada momento. Pues bien, las urnas han vuelto a medir cuál es ese apoyo: los 170.000 votos que se repiten con ligeras variaciones desde los ochenta. No más.

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Frente a lo que arguye ETA en su comunicado, lo que arruina "las condiciones" para un proceso aceptable es su pretensión de arrogarse, pistola en mano, una representatividad política que nadie le ha dado; su obstinación en conseguir para un pueblo vasco que sólo existe en su imaginario una tierra prometida accesible sólo por medio de la violencia y que la gran mayoría de los ciudadanos vascos no quiere. Y menos con esos métodos y ese liderazgo.

Es sintomático que la organización que mata porque supuestamente no se reconoce a Euskal Herria el "derecho democrático" a decidir su futuro rehúse ella misma someterse a la prueba de tal derecho. Porque si cabe hacer cábalas sobre cuántos vascos refrendarían la decisión que ETA enmascara como derecho (la independencia), pese a que todas las encuestas coinciden en que sería un 30%-35% de la población, es un dato incuestionable que más del 90% rechaza la violencia que practica.

Encerrada en su burbuja, la izquierda abertzale cree todavía que el mundo gira a su alrededor y el autobús de la autonomía que se puso en marcha en 1979 puede volver al punto de partida. Sin embargo, hace ya bastante tiempo que la sociedad vasca se autodeterminó respecto de ETA y de su teología del terror rebozada de victimismo. No es que le deje indiferente el que cometa atentados o se dé una tregua. No. Lo que sucede es que, por lo menos desde la frustración de Lizarra, ya no está dispuesta a sacrificar a los terroristas ninguna decisión por el hecho de que maten o prometan dejar de hacerlo. Las treguas y los procesos son como los antibióticos: su eficacia se reduce con el mal uso, y a la tercera dejan de surtir efectos y crean resistencias.

El hastiado distanciamiento de la Euskal Herria realmente existente respecto a ETA era ya abismal antes del martes y va a incrementarse con este nuevo desengaño.

Al haber quemado sus últimos gramos de credibilidad, los terroristas se autocondenan a la condición de una suerte de garrapata patriótica. Un parásito que se alimenta de su huésped y le incomoda, pero que a lo máximo que puede aspirar es a ser soportado por éste mientras no logre quitárselo de encima. Triste destino para un autoproclamado movimiento de liberación nacional.

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