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Crónica:Catástrofe aérea en Madrid
Crónica
Texto informativo con interpretación

"La pista se le acababa y dijimos, '¡que se la come!"

Los testigos cuentan cómo el aparato apuró el despegue y, ya en el aire, se le incendió una turbina

Elena G. Sevillano

"En el río había gente muerta, otras estaban carbonizadas, incluso los heridos tenían el 80% del cuerpo carbonizado". Las primeras imágenes de la catástrofe dejaron noqueados durante todo el día a José Antonio y Antonio, padre e hijo y trabajadores del aeropuerto de Barajas. Ellos fueron los primeros en llegar al lugar del accidente. Los dos hombres corrieron hacia las llamas con mantas y enseres para atender a los heridos. Ambos contaron ante una cámara de Telemadrid cómo habían identificado en el río a un piloto por los galones y también a "una azafata morena muy guapa, muerta". "Íbamos con las camillas y dejábamos a aquéllos con los que no se podía hacer nada", señaló Antonio.

"Cuando llevaba 200 pies, un motor pegó un petardazo y el avión se cayó"
"Aquello era un manojo de hierros mezclados con maletas y cuerpos"
"Vimos muchísimos cadáveres, entre ellos varios niños"
"Ahí no se ha salvado nadie", repetían los tripulantes de otro vuelo
"El avión estaba tan destrozado que sólo era reconocible la cola"
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Los dos hombres pudieron ver niños entre las víctimas. Sólo uno de ellos estaba vivo y pedía ayuda para salvar a su madre. No había avión. Todo estaba carbonizado. "Sólo se ven dos motores. Está todo quemado, no como otras veces, cuando ves accidentes, que se ve algo. Aquí no se ve nada", explicó José Antonio. El silencio sólo se interrumpía con los gritos de algunos de los heridos. Los de una señora, "de apariencia británica" y los de una mujer colombiana que preguntaba que qué le había pasado y repetía continuamente: "Dónde está mi hijo".

A las ocho de la tarde de ayer, mientras los vecinos de Paracuellos comentaban en la calle cómo habían vivido el accidente, la casa de José Antonio y Antonio permanecía cerrada a cal y canto. Una joven, familiar de ambos, salió del chalé con el gesto preocupado por el protagonismo que habían adquirido los dos hombres: "No están bien. Tienen todos los recuerdos muy frescos y ya no van a hablar más. Ya ha sido suficiente por hoy".

Otros trabajadores del aeropuerto también presenciaron en primera línea el siniestro. "Que se la come, que se la come...". Al avión se le estaba acabando la pista. Iba a estrellarse. Fue agónico. Angustioso. Una pesadilla que Rosa T. S. no olvidará jamás. Vivió segundo a segundo cómo el avión apuraba hasta el último metro de pista. "Se le estaba acabando, se pasaba del límite...". Junto a ella, conductora de las furgonetas que llevan a la tripulación a sus casas, había otro grupo de conductores y dos decenas de maleteros. Todos se dieron cuenta de que lo que pasaba no era normal. "¡Que se la come!". Entonces, ya al límite, el avión levantó el morro. "Y cuando llevaba 200 pies, el motor izquierdo pegó un reventón, un petardazo".

Y cayó. "Como cuando cae la hoja de un árbol, de un lado a otro", describe Rosa. El avión plantó su panza sobre la pista y se partió en dos. "Se convirtió en una gran bola de fuego". Enseguida lo supieron. O lo temieron: "Ahí no podía quedar nadie con vida. Era imposible". A medida que avanzaba la tarde, sin poder pensar en otra cosa, fueron sabiendo que había supervivientes. Gracias al piloto, opina Rosa. "Está muerto, pero hay que agradecerle esas vidas. Si no despega y se come la pista hubieran muerto todos. Todos".

Rosa esperaba a pie de pista. Estaba allí para recoger a los tripulantes de un vuelo de Iberia que aterrizaba justo cuando el de Spanair despegaba. Ellos, pilotos y asistentes de vuelo, que llegaron a estar en paralelo con el avión siniestrado, también lo vieron todo. Estaban conmocionados. "Mientras los llevaba a sus casas repetían sin parar 'Ahí no se ha salvado nadie, no se ha salvado nadie". El comandante le contó después a Rosa que al ver la bola de fuego no pudo reprimir un grito. Le oyeron las azafatas; por suerte, no los pasajeros.

Rosa aseguraba ayer, seis horas después de la tragedia, que no iba a poder dormir. Que no podría sacarse ese despegue de la cabeza. "Nos sentíamos impotentes. Lo estábamos viendo todo, pero no podíamos movernos, no podíamos entrar a la pista para ayudar". Hoy tiene que volver a Barajas. Es su trabajo.

A Antonio Cabezas, enfermero del Samur, no le tocaba trabajar ayer. Estaba de vacaciones, pero en su casa, en Madrid. Le llamaron. "Que se había caído un avión en Barajas". Y salió corriendo. Cogió su coche y se plantó en el aeropuerto. Describe lo que encontró con una palabra: "Dantesco". Cuando llegó ya había varias unidades actuando. A los heridos más graves los habían trasladado. Quedaba lo peor. Los que ya no era necesario trasladar con urgencia. Los muertos. "Había muchísimos cadáveres. Entre ellos varios niños, quizá 10 o 15".

La imagen era horrible. Pero, por desgracia, a Antonio no le venía de nuevo. "Viví el 11-M muy de cerca, en la estación de El Pozo. Esto me lo ha recordado muchísimo". Antonio se puso manos a la obra. Había que ayudar; había que sacar los cuerpos. "Aquello era un manojo de hierros mezclados con trozos de maletas y cadáveres. Todo mezclado", repetía ayer varias horas después del accidente. Los bomberos, cuenta, iban trabajando muy despacio, con cuidado, desbrozando los hierros. Sólo cuando ellos acababan, los sanitarios podían ocuparse de los cuerpos. "Todos estaban carbonizados. No había ningún cadáver íntegro".

El avión, conjetura, debía de ir "a tope de queroseno". Estaba a punto de despegar. Y le quedaba un vuelo de dos horas y 55 minutos. "Se debió de formar una gran bola de fuego y el enorme poder calorífero lo abrasó todo. De hecho, en 200 metros alrededor del avión estaba todo quemado. Formó un incendio forestal".

Dentro de la desgracia, Antonio se empeña en recordar un pequeño destello de suerte, de esperanza. En el avión viajaban dos compañeros suyos, trabajadores del Samur. Una médica y un técnico que se iban de vacaciones [Ligia Palomino y su pareja, José]. Cree que están vivos. Y lo están. Los trasladaron a un hospital. Otro compañero que llegó antes que él le contó cómo se habían encontrado. Iba caminando por el pasillo viendo qué heridos estaban más graves para darles prioridad. Y entonces oyó una voz conocida, la de la médica: "Oye, Juanjo, que soy yo".

Vehículos en el lugar del siniestro.
Vehículos en el lugar del siniestro.JOSÉ RAMÓN AGUIRRE
Arriba, familiares de víctimas en el aeropuerto de Barajas. Abajo, otra familia recibe información en la terminal de Las Palmas
Arriba, familiares de víctimas en el aeropuerto de Barajas. Abajo, otra familia recibe información en la terminal de Las PalmasREUTERS

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Sobre la firma

Elena G. Sevillano
Es corresponsal de EL PAÍS en Alemania. Antes se ocupó de la información judicial y económica y formó parte del equipo de Investigación. Como especialista en sanidad, siguió la crisis del coronavirus y coescribió el libro Estado de Alarma (Península, 2020). Es licenciada en Traducción y en Periodismo por la UPF y máster de Periodismo UAM/El País.

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