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Reportaje:Guerra por el poder en el PP

El virrey aguarda su turno

Francisco Camps, presidente de la Generalitat Valenciana, de modales exquisitos pero capaz de eliminar a Zaplana, se perfila como otro sustituto a Rajoy en el PP

Después de las vacaciones de verano y antes de matricularse en tercero de Derecho, Francisco Camps se presentó en la sede de AP de Valencia y llamó a la puerta. Le abrió un tipo casi de su misma edad al que no conocía de nada.

-¿Qué quieres?

-Me llamo Francisco y vengo a afiliarme.

-Muy bien. Yo me llamo Fernando. Pasa, te apunto y luego te quedas con las llaves ¿Vale? Yo tengo que salir y aquí, la verdad, no hay nadie más.

Camps, nacido en Valencia, de padre valenciano de toda la vida y de madre zaragozana, tenía 20 años aquella tarde de verano de 1982. Y aceptó quedarse con las llaves de la desértica sede de una organización poco estructurada y que entonces resultaba vapuleada invariablemente por el PSOE elección tras elección.

Es el paradigma del político profesional: nunca ha sido otra cosa
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Se confiesa creyente, de misa dominical y muy familiar
"Camps es inteligente, no le ves venir, es su mejor arma política"
Nunca se postulará como presidente, pero se colocará en el mejor lugar
Sus amigos dicen que es buen chico; sus enemigos, que lo parece
Tras apoyar en público a Rajoy, usó su sonrisa para mediar con Aguirre
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No había mucha moral de victoria. El cabeza de lista para el Ayuntamiento de AP de aquel tiempo, Martín Quirós, ni siquiera acudió a la pegada de carteles del arranque de campaña de 1983. "No éramos políticos profesionales, no señor. Éramos improvisados. Yo era médico anestesista y ahí estaba. Y se notaba. Esa noche de los carteles, yo la tenía apalabrada desde meses antes: era la boda de mi hija y no era cuestión de aplazarla. Así que ya ve, todos los rivales empezando la campaña, y yo de chaqué bailando el pasodoble en el Casino Monte Picayo. No éramos políticos profesionales por entonces, no señor".

Es cierto. Quirós pasaba cada día de su trabajo de anestesista a discutir en plenos municipales con los socialistas o a pelearse mucho más sañudamente con compañeros de partido o de coalición en interminables pugnas intestinas. En cambio, Francisco Camps, perteneciente a la siguiente generación de conservadores valencianos, se constituye en el paradigma del político profesional: no ha sido otra cosa nunca.

El actual presidente de la Generalitat Valenciana, ganador de dos convocatorias electorales seguidas, y barón emergente del PP, ha recorrido, en sentido ascendente, todo el escalafón, peldaño a peldaño, sin saltarse ninguno pero sin retroceder: empezó de oscuro asesor de concejal de la oposición del Ayuntamiento de Valencia y ahora, 26 años después, es además de presidente de la Generalitat, líder indiscutible del PP de la región y serio aspirante, según algunos, a suceder dentro de unos años a Mariano Rajoy al frente del principal partido de la oposición.

Fue precisamente Martín Quirós, el de la boda y el pasodoble, el que le ofreció el primer puesto de asesor de concejal de la oposición

-Pero vamos a ver, Paco, Tú ahora, ¿qué haces?

-Terminar la carrera de Derecho. Y ayudar a mi padre en la fábrica de ropa.

-Pues vente para acá y nos ayudas también a nosotros.

Aprendió a hacer bulto en los mítines, a montar chiringuitos electorales en las fiestas, a visitar el registro mercantil en busca de papeles...

Al mismo tiempo, organizó entre sus compañeros de carrera una tertulia política que se celebraba todas las mañanas en un bar situado a la espalda de la facultad. Tres de los asistentes estaban destinados a hacerse buenos amigos y a recorrer juntos el mismo camino. Con el tiempo llegarían a formar un triunvirato de poder famoso y casi indivisible en Valencia: Gerardo Camps (actual vicepresidente económico), Esteban González Pons (actual diputado nacional) y Francisco Camps. Algunos lo llamaron por entonces el Clan de la Gomina por el peinado de los integrantes; otros, el clan del Agujero, por el nombre del bar en el que se tomaban los cafés con leche mientras se atragantaban de teoría liberal.

En 1991, de la mano de Rita Barberá, que gana las elecciones municipales, Camps es nombrado concejal de Tráfico y de la Empresa Municipal de Transportes. Ahí se da cuenta de que esconde un carácter algo obsesivo y metódico: "Pensar en que podía haber un atasco por las Navidades me quitaba el sueño. Y no es una metáfora: no dormía nada en toda la noche pensándolo", explica.

Camps es delgado, alto, de carácter tranquilo y amable. No se altera casi nunca. Estudió con los jesuitas, se casó con su novia de siempre, a la que conoció en COU. Es muy de estar con sus amigos de siempre: para celebrar la aprobación del Estatut de Autonomía, en marzo de 2006, invitó a merendar a toda su promoción de COU y de la universidad.

Se confiesa creyente, practicante de misa dominical y muy familiar. Está en forma: le gusta correr en la playa y lo hace cada dos o tres días, durante casi una hora, junto a su amigo el campeón de atletismo Rafa Blanquer. Sus colaboradores aseguran que se pasa la vida en el coche oficial, dentro de la autovía que atraviesa la comunidad valenciana, la A-7, recorriéndola de arriba abajo en misión institucional.

No es un gourmet: no le importunan los restaurantes de comida rápida de las áreas de servicio de la dichosa A-7 y asegura conocerse los platos combinados que sirven en cada uno de ellos. Sus amigos dicen que sobre todo es bon xiquet (buen chico); y sus enemigos políticos replican que su principal virtud consiste, sobre todo, en parecerlo.

Él asegura que sus ambiciones políticas están cumplidas, y ante la situación convulsa del PP y la inclusión de su nombre en la restringida lista de posibles sucesores al trono del partido sonríe, compone su cara de buena persona y despeja el balón con la táctica de hacerse el provinciano:

"Eso son líos de Madrid, y cuando hay un lío espectacular en Madrid, y te incluyen en él, conviene no perderse dentro, porque pronto te olvidan. Lo mío es esto", y señala las habitaciones góticas del Palacio de Manises, del siglo XIV, sede del Gobierno de la Generalitat. Sin embargo, como varios dirigentes del PP valenciano sostienen, es difícil creer que su meteórica carrera, propia de un hábil saltimbanqui se detenga en seco. Actualmente tiene 44 años. Desde que ostentó el cargo de concejal en 1991 ha sido, entre otras cosas, y por este orden, lo siguiente: diputado nacional, consejero de la Generalitat, secretario de Estado, vicepresidente de la Mesa del Congreso de los Diputados, delegado del Gobierno y candidato a la presidencia de la Generalitat.

El 18 de junio de 2003 resultó elegido presidente. "Pero se dio cuenta de que no mandaba en el fondo, de que era un Capitán de la Nada, de que tenía que eliminar al otro si quería sobrevivir ahí arriba", asegura un veterano político valenciano.

Hasta entonces, la escalada había sido incruenta, casi fácil. Pero a partir de ese día, el abogado alumno de los jesuitas, de maneras suaves, bizantino, coriáceo, gris y plano en apariencia, se iba a enfrentar, cuerpo a cuerpo, con el otro, con el verdadero hombre fuerte del PP en Valencia, el que gobernaba en la distancia a base de teléfono móvil: Eduardo Zaplana, ex ministro de José María Aznar, portavoz del Grupo Parlamentario en el Congreso en Madrid en ese momento, ex presidente de la Generalitat Valenciana, mucho más directo y aparentemente más audaz, y, además, la persona que había elegido a Camps como sucesor. Algunos diputados valencianos definen el enfrentamiento con una frase freudiana: se trataba de matar al padre.

"Zaplana se fue a Madrid creyendo que dejaba todo sujeto, y de hecho por entonces no se movía una hoja sin que él lo supiera: él controlaba en un principio a los consejeros, a los directores generales, a los presidentes de las diputaciones, a los alcaldes de los pueblos...", explica un político valenciano.

Un dirigente alicantino pro Zaplana asegura que Camps se ganó durante años la confianza de su antiguo jefe y que éste, bien por ingenuidad, por prepotencia o por simple miopía política, no descubrió en su sucesor a un oponente real capaz de arrebatarle el mando en cuanto le diera la espalda. "Le hacía tanto la pelota a Zaplana que era difícil imaginar que se iba a enfrentar a él", añade este político, que concluye: "Camps es inteligente, y no le ves venir, oculta sus intenciones siempre y esa es una de sus mejores armas en política. Además, conoce perfectamente el funcionamiento del interior del partido, la mecánica de fontanería que alimenta el aparato".

Maniatado en principio por la estructura que Zaplana dejaba dispuesta en su retaguardia, Camps recurrió a sus viejos amigos, a los del clan de la Gomina o del Agujero, esto es, a Gerardo Camps y Esteban González Pons, que por entonces se encontraban en Madrid, el primero como secretario de Estado y el segundo como portavoz del PP en el Senado. "Les dijo: 'podría hacer un Gobierno hasta con mis compañeros de COU, pero si vosotros no venís y aceptáis, nadie va a creer que éste es el Gobierno que quiero'. Y ellos, que desde los tiempos de la tertulia del café con leche se habían juramentado ayudarse mutuamente y no pelearse por un cargo, acudieron al rescate, y eso que Zaplana intentó separarles", explica un dirigente cercano a estos tres políticos.

Gerardo Camps fue nombrado consejero de Economía; Esteban González Pons de Educación, posteriormente consejero Portavoz, y por último de Territorio. "Yo iba donde me iba necesitando", explica González Pons. Con la ayuda de sus dos amigos, Camps comenzó a desarticular la estructura heredada de Zaplana, tan metódica y sistemáticamente como lo hace todo, con la paciencia del que desmonta pieza a pieza un mecano enrevesado.

La legislatura discurrió entre bandazos y arreones de uno y otro lado. La nave se tambaleó de continuo: hubo disputas por el control de las cajas de ahorros, por el de la televisión autonómica, hubo un plante de 16 diputados pro Zaplana que dejaron en precario y casi en ridículo al presidente y a su consejero de Economía en las Cortes Valencianas. Hubo golpes bajos que no se vieron y golpes de verdad que vio todo el mundo hasta por televisión: en Elche las dos facciones la emprendieron a puñetazos en la elección de compromisarios en noviembre de 2004, haciendo añicos las urnas después de arrojarlas por los aires.

En 2007, Camps volvió a presentarse como candidato a la Generalitat y arrasó con un 53%. Ganó no sólo las elecciones sino un peso político definitivo. Ya no le quita el sueño nada relacionado con la gestión institucional: "Soy el último jugador de rugby que recibe el balón y no tiene a nadie detrás a quien pasar, el que debe decidir qué hacer con él, pero ya he aprendido cómo hacerlo", explica.

Arrincona definitivamente a los partidarios de Zaplana. Rehabilita la dependencia más antigua del Palacio de Manises para convertirla en la sala donde se reúne su Gobierno. Coloca en cada pared un cuadro representativo: uno de Jaume I el Conquistador, otro del piadoso Padre Jofré y un tercero del humanista Luis Vives.

Se convierte a la vez en un barón destacado y joven del PP al que comienzan a mirar cada vez más desde Madrid. "Consiguió desarmar a Zaplana y su gente sin que tuviera un castigo electoral, y eso era difícil", comenta un partidario.

Se le nota satisfecho. Confiado. La semana pasada acudió a la sesión de control de las Cortes después de haberse entrevistado con el Papa, con el presidente de la República Francesa y de figurar en varias quinielas mediáticas como uno de los líderes sobresalientes del nuevo PP. Una diputada de la oposición, Mireia Mollà, le pidió que bajara a la tierra y se preocupara de los problemas de su comunidad. Días después, en otra sesión de control, el portavoz socialista, Ángel Luna, le acusó amargamente de actuar como un "nuevo rico" por encargar al arquitecto Frank Gehry el diseño del rectorado de la Universidad Internacional de Valencia en Castellón y despilfarrar en boato personal un dinero necesario para mejorar la educación de todos. Camps ni siquiera se molestó en responderle.

En la tribuna habla despacio, casi en voz baja, sin gesticular apenas, pero no olvida nunca machacar a su oponente con un último comentario-pulla en el que une, a veces, el desdén y la prepotencia del que se sabe ganador.

El domingo pasado un atribulado Mariano Rajoy, que se veía acosado por Esperanza Aguirre, se sirvió de un mitin en Elche, la ciudad en la que volaron las urnas años atrás, para dar un golpe de autoridad en el PP e invitar a la presidenta de la Comunidad de Madrid a irse del partido. Camps acompañaba a su presidente y aprovechó la oportunidad para dejar clara su lealtad al jefe; pero al día siguiente, el presidente valenciano viajaba a Madrid, se entrevistaba con Esperanza Aguirre y actuaba de mediador, ayudado por su sonrisa de chico bueno.

Un líder político valenciano asegura que Camps no se postulará jamás para el cargo de presidente el PP, pero que, como hizo con Zaplana, se moverá y maniobrará lo suficiente como para colocarse en el lugar más visible en el momento justo. "Y se lo pedirán; lo bueno es que al final se lo pedirán", anuncia.

Mientras tanto, se sube a la tribuna de Las Cortes Valenciana y mira a la bancada de sus consejeros antes de comenzar a hablar. Mira a Gerardo Camps, vicepresidente económico, uno los del Clan de la Gomina; y mira al consejero de Justicia, el juez Fernando de la Rosa, de su misma edad, y reconoce en él al chico que le abrió la puerta del partido una tarde de verano y le endilgó las llaves.

Francisco Camps se retira pensativo a su despacho el pasado mes de abril después de haber nombrado a los cargos de su segundo Gobierno.
Francisco Camps se retira pensativo a su despacho el pasado mes de abril después de haber nombrado a los cargos de su segundo Gobierno.CARLES FRANCESC

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