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Columna
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Despecho y seducción frente a occidente

Pilar Bonet

Vladímir Putin ha trabajado de forma sistemática para que Occidente reconozca a Rusia el papel de superpotencia que antes ocupó la URSS, en una nueva versión postcomunista y postguerra fría. Su fin es claro, pero sus métodos para lograrlo han fluctuado. A medida que se acerca el fin de su presidencia, Putin se muestra cada vez más impaciente. Tal vez eso explica que en el curso de pocos días haya recurrido tanto a las amenazas y a los insultos como a la seducción en su trato con Estados Unidos y la Unión Europea.

Para Putin, como para los dirigentes de la Unión Soviética, la idea de superpotencia está asociada con la de participar en decisiones clave del planeta y también a la clásica aspiración rusa, ya realizada por Pedro I en el siglo XVIII, de modernizar el país gracias a las tecnologías y la experiencia occidental.

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Rusia es cada vez más consciente de la fuerza que le dan las reservas acumuladas gracias a las exportaciones de hidrocarburos y ha aprendido a utilizar el ánimo de lucro del mundo capitalista en provecho propio y también a enfrentar con cierto éxito los intereses de Europa y EE UU. El ejemplo más cercano se ha visto en el Foro Económico de San Petersburgo, donde la compañía de aviación Aeroflot, tras una negociación que parecía estancada, ha firmado un acuerdo con la estadounidense Boeing para comprar 22 aviones modelo B-787 por valor de 3.500 millones de dólares. El trato se interpreta como una advertencia a la EADS, la empresa productora de Airbus, por sus reticencias a ampliar la participación rusa.

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Desde la lógica de los analistas próximos al Kremlin, en época de Borís Yeltsin, durante la última década del siglo pasado, Occidente se acostumbró a tratar con unos líderes complacientes, que no defendían suficientemente los intereses del Estado ruso, en plena crisis. Con Putin, esta situación ha cambiado, pero ni Occidente se ha acostumbrado a la nueva Rusia y a su poder basado en sus revalorizadas materias primas, ni este país "sabe aún cómo emplear de forma razonable y eficaz sus nuevas fuerzas", según explica el politólogo Serguéi Márkov.

La energía figuraba en las relaciones entre Rusia y la UE antes de que Moscú se fortaleciera gracias a la subida de sus precios, pero del esperanzador "diálogo energético", planteado por Romano Prodi cuando era presidente de la Comisión Europea, se ha pasado al temor a una excesiva dependencia de la energía rusa. Esto ha hecho derivar la cooperación al ámbito bilateral con países concretos como Alemania (contestado por otros socios de la Unión como Polonia y frenado por las diferencias internas en la misma Administración alemana).

Moscú, por otra parte, ha alimentado los temores de Occidente a la dependencia. En diciembre de 2005, Putin formuló su ambición de ocupar "el liderazgo de la energía del mundo"; en enero de 2006, Gazprom, el monopolio del gas ruso, cortó brevemente el suministro de gas a Ucrania y el Kremlin mantiene un coqueteo con la idea de fundar una OPEP del gas.

La política exterior de Occidente y la política interior de Rusia se influyen entre sí. Los retrocesos de la democracia y la selectiva y arbitraria actuación de la Justicia rusa (procesando y arruinando al magnate Mijaíl Jodorkovski, pero consintiendo las irregularidades de otros oligarcas leales al Kremlin) han generado desconfianza en Bruselas y en Washington.

Las críticas occidentales a las restricciones de la democracia en Rusia y el apoyo a la sociedad civil en este país provocan, a su vez, la cerrazón de Moscú. La revolución naranja, la protesta popular que obligó a anular las elecciones presidenciales en Ucrania en 2004, ha tenido un enorme impacto en los dirigentes rusos. Estos acusan a Occidente de instigar aquella protesta y quieren evitar a toda costa algo parecido en su país. De ahí que hayan endurecido la legislación sobre las ONG, los partidos políticos y las libertades cívicas con el fin de controlar todos los instrumentos susceptibles de ser utilizados en una injerencia democratizadora.

A mejorar las relaciones no contribuyen los insultos de Putin, como los que ha formulado recientemente contra la fiscalía del Reino Unido. El dirigente trató de "estúpida" a esta respetable institución por haber solicitado a Rusia la extradición del ex agente del KGB Andréi Lugovói, como sospechoso de haber envenenado en Londres al disidente Alexander Litvinenko, que también fue agente soviético.

Este clima político enrarecido, sin embargo, no hace mella en las grandes empresas del sector de hidrocarburos y materias primas, cuyas expectativas de negocio en Rusia son tan grandes que prefieren callar y reducir sus beneficios antes que acudir a los tribunales internacionales a los que se acogieron en sus contratos para dirimir sus problemas con el Estado ruso.

Rusia y Occidente atravesaron una época de armonía después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando Moscú tendió la mano a la coalición antiterrorista liderada por Estados Unidos y permitió que sus tropas se instalaran en el Asia Central ex soviética para apoyar su intervención en Afganistán. "Después del 11 de septiembre (...) muchos en el mundo comprendieron que la guerra fría se acabó. Entendieron que ahora hay otras amenazas, otra guerra, una guerra con el terrorismo internacional", afirmaba Putin en la primavera de 2002. Sin embargo, la práctica ha demostrado que la colaboración antiterrorista no era suficiente para cimentar una nueva relación con Estados Unidos.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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