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Ola de cambio en el mundo árabe | La posición de la Casa Blanca
Columna
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El espejo libio

Lluís Bassets

Los dictadores y los monarcas feudales, no tan solo del mundo árabe, están sumamente atentos a la evolución de los acontecimientos en Libia. Saben que en la guerra civil que se está fraguando entre Gadafi y los revolucionarios no se juega únicamente el destino del país africano. En Túnez saltó la chispa. En Egipto es donde prendió, como país central y decisivo que es para los árabes. Y si los ciudadanos egipcios buscaron su espejo en Túnez, y luego todos los árabes lo encontraron en Egipto, es en Libia donde se miran no los ciudadanos sino sus opresores, los mandatarios que temen la propagación de la revuelta hasta sus propios países. Vale para los regímenes árabes, pero también para todas las autocracias, deprimidas estos días por el prestigio creciente de la libertad y de la democracia en el mundo.

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El caso libio será tomado como ejemplo en dos cuestiones: en el uso de la fuerza por parte de los gobernantes acosados por los revolucionarios y en el peso y papel de las organizaciones internacionales a la hora de derrocar a un régimen. Y en ambos casos solo contará finalmente el resultado. Si Gadafi consiguiera mantenerse, muchos serían los tiranos y reyezuelos que emprenderían o se reafirmarían en el camino de la represión para ahogar las revueltas. Lo mismo valdría para la comunidad internacional, con Estados Unidos a la cabeza, que en tal caso quedaría de nuevo en evidencia ante todos los dictadores preocupados por la preservación de su poder. Una victoria rápida de los rebeldes, en cambio, conduciría a los resultados opuestos: desprestigiaría a ojos de otros dictadores la represión violenta de la revuelta y prestigiaría los pasos hasta ahora escasos y vacilantes realizados por la comunidad internacional para presionar a Gadafi.

Aunque la suerte de Gadafi está echada, la ejemplaridad de la crisis libia se juega ahora en el tiempo. Las dificultades de los rebeldes para organizarse y la lentitud y divisiones de la comunidad internacional juegan a favor de la bunkerización del régimen en Trípoli. No es lo mismo un derrocamiento rápido por parte de los civiles armados que una guerra civil entre Gadafi y un Gobierno provisional formado en territorio rebelde, que provocaría inmediatamente un realineamiento internacional, lejos de la actual unanimidad suscitada en el Consejo de Seguridad. Paradójicamente, solo en una situación como esta podrían hacerse realidad los propósitos más intervencionistas acerca de una zona de exclusión aérea que impidiera moverse a la aviación del régimen y de corredores custodiados por militares para la evacuación de civiles y suministro de ayuda humanitaria.

Hay una especie de compás de espera entre los autócratas. Tuvieron una primera reacción perfectamente acorde a su naturaleza: el palo. Pero los consejos de Washington y la incertidumbre les ha conducido luego a entregar zanahorias, en forma de dinero contante y sonante, pequeñas reformas irrelevantes e incluso limitaciones del propio poder para el futuro, como es el caso del dictador yemení, que ya ha excluido la sucesión dinástica e incluso su presentación de nuevo a las elecciones presidenciales. Con esta estrategia pretenden comprar tiempo, a la espera de que amaine el temporal o de que fracase la revolución libia y empiecen a regresar las cosas a su sitio. La prueba es que ni uno solo de los regímenes concernidos, blando o duro, ha emprendido el camino del reformismo democrático.

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Todo esto vale para las autocracias árabes. Pero puede extenderse al resto del planeta, donde hay muchos regímenes interesados en los resultados de esta prueba de tensión a la que se están sometiendo las organizaciones internacionales con motivo de la crisis árabe. No hay mayor stress test o prueba de estrés que una revolución. Nada que ver con las que se les hace a los bancos para averiguar su grado de solvencia, porque se trata de una prueba de tensión real y efectiva. Vale para los Gobiernos y Estados concernidos, pero también para sus vecinos, y sobre todo para la comunidad internacional.

Una oleada revolucionaria como la que ha prendido en todo el mundo árabe pone a prueba, sin duda, a la Unión Europea, a la Alianza Atlántica y a Naciones Unidas. Hace ocho años estas organizaciones fueron ya sometidas a un duro examen con ocasión de la búsqueda de las inexistentes armas de destrucción masiva en Irak, momento en que los europeos se dividieron como no había sucedido nunca antes en su historia, y la ONU fue declarada obsoleta e irrelevante nada menos que por el representante de Estados Unidos, el país fundador y que acoge a su sede central. De las actuales pruebas de tensión, segundas en una década, las organizaciones concernidas pueden salir felizmente vivas y eficaces o definitivamente liquidadas.

Quizás George Bush se equivocó en su día al dar por enterrado el multilateralismo con ocasión de la guerra contra Sadam Husein. Por eso el multilateralismo no puede volver a fallar ahora ante un hueso tan duro de roer como es Gadafi.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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