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El halcón implacable

El enigmático mulá Omar, líder espiritual de los talibán, es responsable del embrutecimiento de la tradición islámica

Siete años después de que se fundase el movimiento talibán, el rostro del mulá es desconocido fuera de la ciudad de Kandahar, donde llevaba una vida sencilla con su esposa y sus hijos hasta los acontecimientos del 11 de septiembre. Ha sido descrito como un hombre de unos 44 años, 'anormalmente alto' para ser afgano, y alternativamente como 'corpulento' o 'distinguido'. Su ojo derecho está cosido, a consecuencia de un encuentro con los soldados soviéticos cuando era comandante muyahidín con el partido Harakat-I Inquilab-I-Islami. El ojo izquierdo, según sus escasos visitantes, tiene una mirada 'como de halcón, implacable'.

Cultiva afanosamente este aire de enigma con su negativa a ser fotografiado, y delegando en sus compañeros o subordinados todos los encuentros con los no afganos, excepto aquellos que sean vitales. Solamente en una ocasión visitó la capital afgana, Kabul, que los talibán capturaron hace cinco años. El poco acceso que el mulá permite a los medios de comunicación tiende a reforzar su imagen de esfinge que procediera de otro plano del ser.

La élite talibán tiende a disfrazar el origen de sus miembros con títulos eclesiásticos
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En cambio, el ambiente en su corte inmediata es relajado e informal. Los comandantes van y vienen, meten los dedos en el puchero de comida comunal e intervienen libremente en cualquier conversación que haya en ese momento. El mulá tiene una caja fuerte junto a él, de la que saca dinero cuando es necesario. Pero esto no deja de ser lo esperado por el código tribal pastún, conocido como pashtunwali, en el que las relaciones entre los hombres no suelen ser jerárquicas.

'Sea cual sea nuestro rango', explica su ayudante, el mulá Hashim, 'cuando estamos ante él nos consideramos como simples muyahidín'. En un sentido, el comentario confirma que sus seguidores están dispuestos a despojarse de su rango y postrarse ante los pies de su maestro. Pero en otro alumbra una relación no amenazadora en la que el muyahdín supremo se niega categóricamente a adoptar la autoridad del príncipe y todo lo que conlleva.

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La primera explicación de Mohamed Omar de la misión de los talibán fue que habían surgido para restablecer la paz, proporcionar seguridad al caminante y proteger el honor de las mujeres y de los pobres. Pero el ascenso del mulá bajo los talibán demostró que no era tanto un retorno a los preciados valores de los tiempos anteriores al comunismo como el embrutecimiento de una tradición que tenía sus orígenes en los pasos del Profeta.

Los sayed, los pir y los alim -la aristocracia espiritual de Afganistán- constituyen un legado que entreteje las tendencias de la 'Alta Iglesia' en el pensamiento islámico con una creencia popular en la posesión de los espíritus y que ancla ambas cosas en la vida cotidiana del pueblo. Los talibán los enterraron a todos y convocaron al mulá, que es un cruce entre un párroco de pueblo y un bufón de Shakespeare, para que recitase los cultos funerarios.

Los jóvenes talibán, o estudiantes religiosos, que se unieron a la causa eran el producto de la escuela Deoband de pensamiento suní, fundada hace 130 años en Uttar Pradesh (India). Los deobandis representan el más radical de los intentos de controlar la conducta personal de sus pupilos, y desde comienzos del siglo XX han dictado cerca de un cuarto de millón de fatwas acerca de los detalles más mínimos de la vida cotidiana.

Los chicos entran en el sistema como pupilos, y cambian la vida en una familia pobre por cama, comida y un catecismo austero que un día los conducirá a vivir como un mulá. Es tentador identificar esta temprana separación de sus familiares femeninos con los orígenes de la extremada misoginia, que, más aún que el objetivo de un Estado islámico puro, dio cohesión a los talibán cuando avanzaron, y subyugaron, a las tierras no pastún.

Pero la misoginia talibán superó hasta tal punto lo que se comprende normalmente por este concepto que llegó a ser una especie de 'gineofobia', tan amplia que la mera visión fugaz de un pie cubierto con una media o de una uña pintada se consideraba una invitación seductora a la condenación personal. La política oficial talibán, en un sentido muy inmediato, estigmatizó a las mujeres como el ojo del diablo omnipresente -y causa de miedo auténtico- en las comunidades ocupadas por sus militantes.

Tenían que estar cubiertas, encerradas y, siempre que fuera necesario, apaleadas para prevenir que se arrojase más pecado a la sociedad. Una parte de esta ansiedad era sexual, y podía atribuirse a las reglas estrictas de los pashtunwali, bajo las cuales las niñas se embarcan en el peligroso camino hacia la pubertad a los siete años, cuando son por primera vez secuestradas de la vista de niños y hombres. Desde entonces hasta su matrimonio, los jóvenes no tienen ningún contacto lícito con el sexo opuesto fuera de los miembros de su propia familia.

En Kandahar, la norma de la reclusión había dado origen a una tradición rica y pintoresca de pasión homosexual, cantada en la poesía, la danza, y la práctica de la prostitución masculina. La historia de amor heterosexual, en cambio, estaba cargada con el miedo al honor mancillado, la amenaza de venganza y, por último, la muerte por lapidación si se descubría el meollo. En la sociedad pashtun era el amor entre hombre y mujer aquel del que nadie osaba pronunciar su nombre: los chicos / cortesanos vivían abiertamente sus historias.

El tálib crecía y maduraba alimentándose del engrudo de la ortodoxia, separado de la influencia mitigadora de las mujeres, la familia y el pueblo. Esto garantizaba que los que eran reclutados muy jóvenes para el movimiento eran disciplinados y dóciles. Si su 'gineofobia' parecía ser la consecuencia de una homosexualidad reprimida, las cohortes talibán conjuraban también ecos de una cruzada medieval infantil, con sus elementos de autoflagelación y de una confianza inocente en la inmanencia del paraíso.

Era lógico que los aprendices de talibán vieran a los licenciados de su curso -los mulás- como los oficiales naturales en la trayectoria posterior del movimiento. Entre la docena aproximada de líderes talibán que alcanzaron prominencia pública, sólo Sher Mohamed Stanakzai, ministro de Asuntos Exteriores en funciones y principal punto de contacto con el mundo exterior tras la caída de Kabul, evitó un título que llegó a ser inseparable de la imagen corporativa del movimiento.

La versatilidad de la elite talibán, cuyos miembros ejercen como jefes militares, gobernadores, ministros y también de mulás, combinada con la práctica afgana de adoptar nombres de guerra, habla a favor de la tesis de que el movimiento arropó a sus miembros con títulos eclesiásticos para disfrazar sus orígenes. Este proceso de 'clericalización' convirtió de forma semejante cada defección enemiga en una conversión damascena, de la misma forma que la puesta en vigor de los edictos basados en la sharia en las regiones no pashtun daba una pátina de religión a lo que era en esencia la imposición de una ley marcial.

También cubría con un velo un perchero de esqueletos. El mulá Mohamed Hassan, gobernador de Kandahar, no tenía nada que ver con el mundo religioso antes de su aparición como número tres de los talibán, mientras que el mulá Borjan, el Rommel del movimiento hasta su muerte en 1996, era un ex oficial del Ejército afgano que había servido con el rey Zahir Shah. Algunos otros miembros de la cúpula militar pertenecieron al Ejército afgano hasta 1992, convirtiendo en una farsa la afirmación del mulá Mohamed Omar de que su objetivo era librar a Afganistán de 'comunistas chaqueteros'.

El título mulá tenía tanta conexión con la integridad espiritual como el término 'camarada' pretendió tenerla con 'solidaridad'.

Michael Griffin es autor de El movimiento de los talibán de Afganistán. Cosecha de tempestades, de próxima publicación por Los Libros de la Catarata.

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