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Cuadernos de Kabul

La seguridad y el miedo

El enviado especial de EL PAÍS relata la vida cotidiana de una ciudad marcada por los toques de queda y el riesgo

Quien inventó el miedo inventó el negocio. Y la guerra es uno de los mejores para los que no hacen cuentas con la conciencia. Kabul, como antes Bagdad, se está llenando de guardias privados armados hasta los ojos (exhiben gafas de sol antibalas, o eso dice el prospecto), muros de hormigón, barreras de seguridad, mojones rellenos de cemento y toda suerte de artilugios contra el coche bomba y el talibán suicida. Protegen embajadas, centros de la ONU, ministerios afganos y cualquier vivienda y negocio público o privado que tenga pedigrí para ser atacado. El pánico se desató en julio de 2008, tras el atentado contra la legación de India en el que murieron más de 40 personas, y no parece ceder.

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Al caótico y ruidoso tráfico kabulí no le sientan bien las calles cortadas por sorpresa ni los cierres a la circulación para garantizar el tránsito sin sobresaltos de alguna autoridad embutida en un convoy de sirenas. Los decibelios miden el prestigio, pero también son una señal perfecta para los malos, que aguardan una oportunidad para golpear. Tanto trasiego y arbitrariedad exaspera a los civiles, que meten a todos en el mismo saco.

Los diplomáticos y el personal humanitario viven en una burbuja dentro de la burbuja que es Kabul, una isla varada en medio de un país en guerra. Sus expertos de seguridad les han impuesto un toque de queda y limitado tanto los movimientos que no pueden salir solos ni pasear por la calle. Hay zonas para la excepción, como Chicken Street, donde se agolpan las tiendas de postín (por decir algo), que en la paz serían las típicas para turistas.

Escasos son los lugares cien por cien seguros y demasiados los extranjeros aburridos con ganas de farra tras una tediosa jornada laboral. Su concentración en pocas salas es una invitación al enemigo, como el ulular de las sirenas de las caravanas vip. Los talibanes ya han señalado a uno: el disco bar Atmosfer. Al parecer, un antro de perdición. Habrá que ir.

La mayoría de los periodistas que carecen de asesores de seguridad se mueven con bastante libertad y sin sensación de riesgo aparente durante el día. Cada uno, aconsejado por su intérprete-chófer, se limita a aplicar el sentido común. Los guías se saludan entre ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Es el maná de dólares que les ha traído la democracia (perdón, las elecciones del 20 de agosto) lo que les pone contentos. En un país tan pobre hacen cuentas de rico.

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Los restaurantes de comida popular, con sus pinchos de cordero y arroz con pasas, se empiezan a poblar de informadores extranjeros armados con libretas (las cámaras de televisión y fotografía siempre son un problema para el disimulo). La gente es muy amable. Los de más edad son ceremoniosos y saludan al extranjero con una leve inclinación de cabeza y la mano derecha junto al corazón. Los jóvenes, curiosean y sonríen. Nadie pregunta por el origen de la carne ni por las condiciones de salubridad. En Afganistán están acostumbrados a morirse de todo antes de que les llegue la gripe A.

Aunque el blanco es sólo un extranjero, sin más adjetivos ni nacionalidades, las conversaciones conducen a la confianza y ésta al interés: ¿Australiano?, pregunta el dueño del restaurante. "No, de España". El hombre pone los ojos en blanco, como si rebuscara en el disco duro de su memoria inundada de guerras y desgracias, y exclama feliz: "¡Barcelona! Kaká".

Lea todas las crónicas de 'Cuadernos de Kabul' escritas por Ramón Lobo desde Afganistán

La sombra de un hombre en las calles de Kabul.
La sombra de un hombre en las calles de Kabul.REUTERS

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