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Reportaje:

Viajar con el veneno en el cuerpo

Los 'boleros' se juegan la vida al tratar de introducir droga en España dentro de su organismo - En 2009 hubo más de 150 detenidos en el aeropuerto de Barajas

Elena G. Sevillano

Sonríe todo el rato y es extremadamente educado. Dígame; sí, gracias; no, lo siento; por favor. Lleva un traje que no le pega, una corbata amarilla con pinta de prestada y las gafas de sol en la cabeza. La radiografía que le acaban de hacer muestra unas misteriosas manchas esféricas en su estómago. "Se le aprecian a usted ahí unos cuerpos extraños", dice el inspector jefe del Grupo de Estupefacientes de la Policía Nacional en Barajas, con la radiografía orientada hacia el fluorescente de la comisaría de la T-1. El hombre, sentado, sigue sonriendo. "Como unas cápsulas", insiste el inspector. "Yo no tengo nada ahí", niega. "Puede ser mierda".

Ahora parece que sí se inmuta. Lo de su cara ya es más una mueca que una sonrisa. ¿Es ese brillo en la frente una gota de sudor? "No creo que sea lo que usted dice, los radiólogos creen que es otra cosa", le incita el policía. El hombre, que lleva un pasaporte colombiano oficial, asegura que es concejal. De Cultura. Ha venido a España por cuestiones de trabajo. Un agente le pregunta el teléfono de su Ayuntamiento. No lo sabe. Pide permiso para beber agua. "Pero solo un poquito, ¿eh? Es peligroso ingerir líquidos cuando llevas ahí dentro lo que tú y yo sabemos", le dice el inspector. El hombre sonríe otra vez. Sabe que le han pillado. Está detenido por tráfico de estupefacientes.

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La Policía Nacional descubrió a más de 150 boleros (nombre con el que se conoce a los que transportan droga dentro del cuerpo) en el aeropuerto de Barajas el año pasado. Pero no solo la policía escruta a los pasajeros que llegan de los llamados vuelos calientes. La Guardia Civil también tiene sus propios filtros, igual que Vigilancia Aduanera. Hay muchos ojos al acecho. "La gente que trae droga se la juega, y mucho", dice el jefe. Dos policías uniformados llegan para recoger al hombre de los cuerpos extraños en el estómago. Se lo llevan rápidamente al hospital. Si una de esas bolas de cocaína líquida -eso es lo que eran- se rompe, puede morir en minutos.

El colombiano que decía ser concejal no lo era. Su pasaporte oficial era bueno, pero la organización que lo mandó a Barajas con más de kilo y medio de droga en el estómago falsificó unos papeles para conseguírselo. Quizá pensaron que así no le pararían. Llevaba la cocaína líquida en unos envoltorios fabricados con preservativos. Nada menos que 40 cuerpos extraños que, tal como entran, tienen que salir. Hace unos años, la afluencia de boleros obligó al hospital Ramón y Cajal -el único, junto con el Gregorio Marañón, que recibe a este tipo de pacientes procedentes de Barajas- a crear una unidad especial para ingresarles.

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UVU, se lee en un cartel de una de las muchas puertas de los muchos pasillos del Ramón y Cajal. La llaman Unidad de Vigilancia de Urgencias y es raro el día en que no tiene, por lo menos, un paciente ingresado. La sala parece más una comisaría que un hospital. Por cada bolero hay dos agentes que los custodian día y noche y que no les pueden perder de vista ni un momento. Son pacientes, pero también son detenidos. La puerta está siempre cerrada. Toc, toc. "Abre, soy el doctor Cobo", dice el coordinador de Urgencias. Hoy hay tres pacientes en la unidad. Uno de ellos, un hombre de unos 40 años, mira con curiosidad desde una sala anexa, sentado en una cama, en pijama y zapatillas.

Los cuatro días de media que pasan en la unidad son días de espera. Y de visitas al baño. Siempre acompañados. Están allí para expulsar las bolas de droga que muchos se tragaron dos días antes a más de 5.000 kilómetros de distancia. Al llegar al hospital solo ingieren líquidos, una "solución evacuante" poco agresiva para evitar que las bolas se rompan. Hacen deposiciones más o menos cada dos horas. Las enfermeras llevan un recuento minucioso, a partir de lo que les dicen los agentes. En un formulario con el nombre del paciente y el turno (mañana, tarde, noche) se lleva la cuenta del número de deposiciones y de las bolas que salen cada vez. Hay, por ejemplo, una mujer de 41 años que al llegar confesó haberse tragado 100 bolas. Lleva dos días ingresada y, según el recuento de las enfermeras, ya las ha expulsado todas. La última ha sido una "deposición limpia". Cuando lleve 10 así, le harán una radiografía de control y le darán el alta. Entonces, a la cárcel.

Dos guardias civiles de uniforme aparecen por las Urgencias acompañando a un hombre de 39 años recién llegado del aeropuerto. La radiografía que le hicieron allí ya mostraba cuerpos extraños, pero en el hospital le van a hacer otra. Mientras espera su turno para entrar a rayos tiene que ir al baño. A los cinco minutos sale el guardia civil con cinco cápsulas de color rosa en una bolsa de plástico. Lleva unos guantes azules. Aquí no hay pudor que valga. El hombre ha tenido que defecar con la puerta abierta sobre una bacinilla apoyada en la tapa bajada del váter. Es él mismo el que limpia las bolas bajo el chorro de agua y después se las entrega al agente.

El hombre, E. G. aún tendrá que estar varios días ingresado hasta que no le quede ni una bola dentro. Mientras, las enfermeras de la unidad y los médicos de urgencias estarán pendientes de su salud. "Cuando una bola se rompe en el intestino, tenemos minutos escasos para actuar", explica Julio Cobo, el responsable de Urgencias del Ramón y Cajal. Si llevan cocaína líquida, apenas hay capacidad de respuesta. "La muerte es casi instantánea", añade. "Ha ocurrido en vuelos regulares. Si se rompe una bola, se mueren allí mismo". La mucosa intestinal absorbe la droga, que va directa a la sangre, sin pasar por el hígado. Una bola puede contener 10 gramos de cocaína con un 70% o un 80% de pureza. "Es como una sobredosis brutal", ejemplifica María Jesús Estévez, médico de urgencias y responsable de la UVU.

Ningún bolero ha muerto en el hospital desde septiembre de 2006, cuentan sus responsables. Pero 2 de cada 100 tienen complicaciones graves: roturas de los envoltorios, obstrucciones intestinales. En el primer caso, los profesionales de quirófano tienen que actuar contra reloj, explican los cirujanos Antonio Mena e Irene Moreno. Sudoración, taquicardia, tensión arterial muy alta, disminución del nivel de consciencia, convulsiones. Son los síntomas de que la cocaína ha entrado en contacto con el organismo. Si el bolero no estuviera en el hospital, lo siguiente sería la parada cardiorrespiratoria y la muerte. "Piensan que las bolas no se rompen, y sí se rompen", insiste Cobo. "Eso las mafias no se lo dicen".

También son comunes las crisis de ansiedad. "La mayoría de los pacientes desconocen el contenido de las bolas, o eso dicen", asegura Estévez. Menos del 30% son capaces de precisar a los médicos qué es lo que se han tragado. "A veces preguntan si, cuando acaben de evacuarlo todo, podrán irse a su casa. Cuando les dices que no, que se los lleva la policía detenidos, se echan a llorar. Es un shock. La mayoría se pasan llorando 48 horas".

Al hospital llega un 80% de boleros procedentes de países sudamericanos, añade Estévez, y un 20% de países del Este de Europa. Son de nivel sociocultural medio bajo, y rara vez son consumidores de drogas. Últimamente han tenido casos de familias. "Una madre y sus dos hijos, un padre y un hijo, muchas parejas". De media, les encuentran 54 bolas, pero han visto a mujeres menudas cargar con 80 y a hombres que han ingerido 130.

Después de hacerle la radiografía, E. G. ingresa en la UVU. El guardia civil que ha recogido su primera deposición se prepara para pasar unas horas más vigilándolo, hasta que llegue el relevo. Está contento. Lleva poco tiempo trabajando en el aeropuerto y es el primer bolero que detecta. Viajaba en uno de los 20 o 25 vuelos calientes que llegan cada día a Barajas. Cuando aterriza un avión procedente de Sudamérica o el oeste de África, los cuerpos policiales se ponen en alerta. E. G. llegó en el de Bogotá. "Me fijé en que no venía al cien por cien de condición física, tenía los ojos rojos y al hablar con él le apestaba el aliento como a heces". Un perfecto candidato a radiografía. Cuando los boleros aterrizan en Barajas generalmente llevan dos días sin comer ni beber. Se tragan las bolas -envueltas en preservativos o en dedos de guantes de látex- el día antes de coger el avión. Duermen y se embarcan para volar 10 o 12 horas. Al llegar a su destino, están hambrientos y deshidratados.

"Miras el pasaporte, las entradas y las salidas. Si ha estado de vacaciones, cuánto tiempo. Si antes ha pasado por otros países", enumera. "Este hombre venía sin maleta ni equipaje de ningún tipo. Cuando es así hay que desconfiar", añade. "Muchos deben dinero, están desesperados. A veces te dan pena porque vienen medio engañados, sobre todo la gente mayor". Últimamente, asegura, está viendo que las mafias atraen a gente necesitada de Rumanía y otros países del Este para que hagan de correos: van a buscar la droga a Sudamérica y vuelven a los pocos días con el estómago lleno.

"¡Atentos, que a y cuarto llega el de México!", avisa a sus compañeros una agente. Seis o siete policías se ponen el chaleco reflectante de la Policía Nacional y salen a la terminal de llegadas de la T-1, justo antes del control de pasaportes. Observan a los pasajeros. Sea lo que sea lo que les llama la atención, no es algo obvio. Nadie baja las escaleras con evidente cara de culpable. A veces la apariencia más gris es la que les hace sospechar. "Nos basamos en la experiencia, que es fundamental, y en la intuición", explica el inspector jefe del Grupo de Estupefacientes. "La mayoría son gente de lo más normal, sin antecedentes. Los captan las organizaciones por su precaria situación económica".

Los agentes paran a una decena de personas, se acercan, les piden el pasaporte y el billete, les hacen unas pocas preguntas. En un vuelo de Cancún, por ejemplo, lleno de parejas, puede llamar la atención una persona que viaje sola y no parezca de nacionalidad mexicana o española. Hay veces que el tipo de equipaje no concuerda con el aspecto de una persona (un hombre vestido con chándal que lleva un trolley de ejecutivo). Hay muchos trucos, que los agentes de Estupefacientes piden no revelar para no dar pistas a las mafias. La sospecha se acrecienta según cómo respondan los pasajeros a esas pocas preguntas de rigor. Si se ponen nerviosos, o si se contradicen. Cuando hay indicios suficientes, se les lleva a Aduana para que un radiólogo les haga una placa.

La Policía Nacional detiene a más de 15 boleros al mes en Barajas. Suponen casi la mitad de todos los detenidos por tráfico de drogas. No hay un perfil, aseguran. Los hay sudamericanos, de países del Este, africanos y muchos españoles. Las mujeres suponen casi un tercio del total. Algunas, en lugar de bolas tragadas, se introducen la droga en la vagina. Últimamente las mafias están contratando a mujeres embarazadas para hacer de boleras porque no se les puede hacer una radiografía.

El inspector jefe coincide con los médicos del hospital. Los boleros no solo se juegan 10 años de cárcel, "se están jugando la vida". Por eso, en cuanto una placa da positiva, los trámites burocráticos se aceleran. Los agentes les preguntan una y otra vez si se encuentran bien. Los detenidos tienen que llegar cuanto antes al hospital. "Hace dos años se me murió un búlgaro a las cinco horas de ingresar", recuerda el inspector. Está convencido de que, si pasan los filtros, llegan al hotel y se les rompe una bola, los rajan y les quitan la droga. "Muchas veces pienso que, con detenerles, les hemos salvado la vida".

Un agente de la Guardia Civil observa en el hospital Ramón y Cajal la radiografía del estómago de uno de los <i>boleros</i> detenidos en el aeropuerto de Barajas.
Un agente de la Guardia Civil observa en el hospital Ramón y Cajal la radiografía del estómago de uno de los boleros detenidos en el aeropuerto de Barajas.BERNARDO PÉREZ
Un guardia civil sostiene las 'bolas' expulsadas por un detenido en el hospital Ramón y Cajal.
Un guardia civil sostiene las 'bolas' expulsadas por un detenido en el hospital Ramón y Cajal.BERNARDO PÉREZ

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Elena G. Sevillano
Es corresponsal de EL PAÍS en Alemania. Antes se ocupó de la información judicial y económica y formó parte del equipo de Investigación. Como especialista en sanidad, siguió la crisis del coronavirus y coescribió el libro Estado de Alarma (Península, 2020). Es licenciada en Traducción y en Periodismo por la UPF y máster de Periodismo UAM/El País.

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