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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El polonio y nosotros

Las autoridades británicas vienen advirtiendo de que es casi inexistente el riesgo para la salud pública derivado de la exposición al elemento radiactivo que causó la muerte de Alexander Litvinenko. Trazas de polonio 210 han sido halladas en al menos cuatro aeronaves comerciales y siguen apareciendo en diferentes lugares de Londres, algunos sin vínculo aparente con el antiguo espía ruso. Pese a que el peligro radica exclusivamente en ingerir o inhalar el isótopo que sirvió para el asesinato, tanto en el Reino Unido como en otros países de Europa se ha desatado una obsesión a propósito de los efectos del polonio 210. Un crimen político se ha convertido así en cuestión de días en un asunto de salud pública con implicaciones médicas para miles de personas -más de 30.000 han viajado el mes pasado en los aviones inmovilizados- y psicológicas para varios millones, presas de un temor irracional.

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Al miedo creciente ante el veneno radiactivo no es ajeno el discutible manejo de la situación por parte de las autoridades británicas. Si el extravagante ajuste de cuentas ha provocado tal confusión en uno de los países más preparados del mundo, ¿qué cabría esperar de un ataque radiológico en regla? La novedad de lo acontecido -se trata del primer asesinato radiológico conocido- puede disculpar algunas de sus consecuencias. Pero no parece de recibo, por ejemplo, que haya llevado tres semanas averiguar a los médicos que el agonizante Litvinenko había sido envenenado por una sustancia nuclear, por otra parte, cinco mil veces más radiactiva que el radio, amén de un isótopo industrial de uso relativamente extendido.

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Numerosas incógnitas rodean la muerte del opositor a Vladímir Putin y se ramifican las derivas políticas y policiales de un singular atentado que marca un antes y un después en los métodos de eliminación de enemigos. La última hipótesis de la policía británica apunta a elementos más o menos incontrolados del espionaje ruso, con acceso a los laboratorios que pueden fabricar el isótopo letal. Pero, aparte la puesta al día de los procedimientos de silenciamiento en la Rusia de Putin, el aspecto más destacado del caso Litvinenko es la progresiva vulnerabilidad al terror de las sociedades urbanas desarrolladas.

El asesinato de Litvinenko -rudimentariamente esbozado en el envenenamiento del presidente ucranio, Víktor Yúshenko- otorga carta de naturaleza al arma radiológica como un nuevo elemento de miedo capaz de alterar nuestras vidas hasta extremos insospechados. A la vista de lo ocurrido es lícito pensar que el terrorismo, incluso en una manifestación tan individual y sofisticada como la del polonio 210 (atacar a uno para amedrentar a muchos), tiene ya ganada una parte de la guerra en las sociedades democráticas. Ni siquiera es necesario que se produzca un acto sangriento para que se desate una espiral de pánico y se pongan ineluctablemente en marcha restricciones de las libertades. El miedo se configura definitivamente como la gran herramienta de dominación de los fanatismos totalitarios de cualquier signo.

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