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Reportaje:

"Ahora sólo quiero estudiar"

Armand Nong intenta rehacer su vida como alumno del campus donostiarra de la UPV tras cinco meses deportado en Camerún por razones burocráticas

"Como ves, tienes una orden de expulsión. Tenemos que mandarte a casa". La noche del pasado 27 de abril, estas doce simples palabras pusieron patas arriba la vida de Armand Nong, un camerunés de 21 años que estudia Ingeniería Mecánica Técnica en el campus donostiarra de la Universidad del País Vasco (UPV). El joven intentó en vano explicarles a los agentes de la Brigada de Extranjería que su casa está en Álava, donde residen su madre y sus tres hermanos, que su vida se halla en Euskadi y no en Camerún. "Sólo hacemos nuestro trabajo", le respondieron los agentes, acostumbrados a escuchar de todo a los inmigrantes que viven como un fracaso renunciar al sueño europeo y volver a su tierra.

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El caso es que Nong decía la verdad: los familiares con los que vivió hasta que su madre le trajo a España a través de la figura del reagrupamiento familiar habían muerto. Cuando llegó a Duala, con 20 euros en el bolsillo, apuntes de clase y la ropa que llevaba puesta, el joven vagó por las calles sin rumbo, extranjero en su país natal, hasta que se desmayó en un supermercado y una señora le recogió. Le llevó a su casa, donde compartió cama con sus siete hijos e incluso le compraba botellines de agua -"ya no puedo beber la de allí, he perdido la costumbre"-. Durante su estancia, tuvo que ser hospitalizado varias veces tras contraer la malaria.

A partir de ahí, una red de solidaridad que implicó a la UPV, el Gobierno vasco y los salesianos en Camerún tocó todas las puertas posibles y arropó al joven durante meses hasta que fue autorizado a regresar al País Vasco con su familia, en situación regular. Gracias sobre todo a sus compañeros de clase y profesores, la suya es una de las raras deportaciones con final feliz.

Armand llegó con 16 años a España siguiendo los pasos de su madre Dora, trabajadora de la limpieza en Vitoria y responsable de una tienda pequeña de productos africanos. Como todos los inmigrantes no comunitarios, cuando cumplió los 18 años se encontró lidiando con una burocracia laberíntica, de largas colas y esperas, que condiciona en gran parte la vida del extranjero. Pronto quedó en situación irregular. "Tal vez hubo algo de negligencia por mi parte, pero la verdad es que cada vez que presentaba la solicitud, siempre faltaba algo. Siempre", recuerda.

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El 27 de abril se dirigió a la sede de la Subdelegación del Gobierno en Guipúzcoa, en San Sebastián, para sellar la fotocopia que le servía como documento de identificación y allí empezó su pesadilla. De poco sirvió que les enseñase a los agentes su carné de estudiante de la UPV o el de familia numerosa mientras rompía una y otra vez a llorar, desbordado por lo ocurrido. Dice que en todo momento le trataron de forma educada, siguiendo el procedimiento. Cuando pidió una aspirina para el dolor de cabeza, le esposaron, le llevaron a un hospital donde le atendió un médico y lo devolvieron a su celda. "Algunos incluso compartían mi dolor, veían que eso estaba mal, que yo sólo era un estudiante, que toda mi gente estaba aquí". Al día siguiente, después de una breve llamada en la que contó a sus hermanos pequeños que no volvía, fue embarcado en un avión comercial, escoltado por dos policías hasta coger el vuelo de conexión en Casablanca, y llegó a Duala.

La Escuela Politécnica de la UPV en San Sebastián reaccionó en tromba ante lo acontecido. Una profesora de la universidad realizó gestiones para que fuera acogido en la capital camerunesa, Yaundé, por los salesianos. Sus compañeros fueron recaudando hasta 2.000 euros para pagar su estancia en aquel país y el billete de vuelta. Le enviaban apuntes para que siguiera preparándose para los exámenes y los recortes de periódicos que relataban su caso, para que se diese cuenta de que la situación no se iba a quedar así.

En junio, las cosas tomaron otro cariz cuando la consejera de Asuntos Sociales, Gemma Zabaleta, anunció que mediaría ante el Gobierno central para revocar la orden de expulsión. La burocracia tardó meses en borrar su nombre de la lista del espacio Schengen, requisito imprescindible para que pudiese optar a otro visado. El 20 de septiembre, con uno de estudios estampado en su pasaporte, abrazó de nuevo a su madre y sus hermanos en el aeropuerto de Barajas.

Dice no guardarle rencor a nadie: "Estoy agradecido con España, me han dejado volver. Ahora sólo quiero estudiar y ser un buen ingeniero".

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