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Reportaje:LA ENFERMEDAD BELGA

Bélgica se resquebraja

Se pregunta famosamente Mario Vargas Llosa en Conversación en la catedral: "¿En qué momento se jodió el Perú?". Responder a lo mismo con respecto a Bélgica, perdida hoy en un acelerado torbellino centrífugo, tiene una fecha: 1993. Ya hubiese querido Zavalita tener una respuesta tan clara a su agónica demanda en la novela: Bélgica se jodió en 1993. Fue en aquel año cuando entró en vigor la cuarta reforma institucional con un nuevo artículo 1 de la Constitución: "Bélgica es un Estado federal que se compone de comunidades y regiones". Los desavisados confiaban en que ese momento marcara la definitiva consumación del proceso descentralizador lanzado por la primera reforma del Estado, la de 1970, que dio la puntilla al Estado unitario histórico, pero ya otros vieron que lo que se acababa de hacer era abrir el portillo por el que pretendería huir la neerlandófona Flandes o, al menos, los flamencos más extremistas. La palabra separatismo dejó allí mismo de ser tabú. Entre 30.000 y 50.000 personas, en su mayoría francófonas, se echaron en aquella primavera a las calles de Bruselas para manifestarse "contra el separatismo" y la voladura para siempre de Bélgica. El pasado mes de noviembre, otros tantos miles, de nuevo esencialmente francófonos, volvieron a tomar las calles de la capital para clamar "por la unidad" de un país que temen perder. Tampoco esta marcha tuvo efecto sobre una clase política nacida de la reforma de 1993, que desconoce e ignora al oponente y que vive volcada, como quiere la Constitución, en los intereses que cubre el radio de la sombra del campanario.

Yves Leterme, hoy primer ministro, decía en 2006: "Un Gobierno federal pasa a segundo plano ante el interés de Flandes"
Las etapas de Estado unitario, regionalizado y federal están agotadas. La siguiente fase es una confederación
Las elecciones de 2007 mostraron que los flamencos quieren reformar el Estado, y los valones, dejarlo como está
Paul Dirkx, profesor de universidad: "No hay partidos nacionales, todos quieren ampliar las atribuciones regionales"
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"Si no hay nuevas transferencias de competencias a las regiones, mi partido no participará en un Gobierno tras las elecciones de 2007. La necesidad de tener un Gobierno federal pasa a segundo plano frente a los intereses de Flandes. Aquí la gente lleva siglos viviendo sin ser belga", advertía hace ahora dos años el entonces ministro-presidente de la región de Flandes, Yves Leterme, hoy primer ministro de Bélgica, un país de 10,6 millones de habitantes, el 60% de ellos flamencos. Leterme ganó arrolladoramente al frente del partido Cristiano Demócrata y Flamenco (CD&V) las elecciones de junio de 2007 -con 800.000 votos, ninguno de fuera de su región, gracias a las peculiaridades de una Constitución que no permite candidaturas a escala nacional- y recibió el encargo de formar el Gobierno central, el mismo que veía supeditado a los intereses de Flandes. Fracasó dos veces en el intento de crear la imprescindible coalición en el complejo mosaico político belga y por dos veces tiró la toalla. Al cabo de nueve meses fue llamado de nuevo por el rey Alberto II y, a la tercera, logró amalgamar un Gabinete del que volvió a dimitir hace dos semanas.

La inesperada espantá de Leterme se produjo en pleno marasmo político, por la negativa de su propio partido a tolerar que se pospusiera la prometida discusión sobre la transferencia de más competencias a las regiones, retraso aceptado por el primer ministro a instancias de los otros partidos de la coalición gubernamental (democristianos y liberales flamencos y valones, y socialistas valones), que anteponían la urgencia socioeconómica a la urgencia regionalista.

La petición de relevo no fue aceptada por el soberano, y la subsiguiente reconfirmación del jefe del Gobierno vino seguida de un enésimo llamamiento a la reforma del Estado y a la búsqueda de un nuevo -el sexto, en puridad, desde 1970- equilibrio institucional, del que toda la clase política belga habla como si del bálsamo de Fierabrás se tratara. Pero a la sexta no irá la vencida, porque no hay equilibrio posible ni pócima que aplaque las inagotables ansias descentralizadoras de Flandes. Ya lo tiene escrito en sus memorias Jean-Luc Dehaene, flamenco, correligionario de Leterme y también ex primer ministro: "Cada fase de la reforma del Estado está preñada de la reforma siguiente, presente en ella de forma embrionaria". O como dice Didier Reynders, hoy viceprimer ministro, liberal y francófono: "Todas las estructuras federales están en continua evolución".

La cadena evolutiva a la vista está. Estado unitario, Estado regionalizado y Estado federal son etapas ya agotadas. "Tenemos que inventar nuevas formas de vivir juntos en nuestro país", declaró hace dos domingos a la nación el propio Alberto II en su solemne discurso (escrito por Leterme) con motivo de la fiesta nacional. Estado confederal y desmembramiento del país, como desean los más calenturientos, son las fases que vienen.

Hablan de Estado confederal los líderes del CD&V, el propio Reynders y el vicepresidente socialista francófono, Philippe Moureax, quien mantiene que "sólo el confederalismo puede salvarnos". Habla ya de independencia para Flandes, sin eufemismo ni ocultación, el N-VA (Nueva Alianza Flamenca), partido coligado al CD&V, para el que el confederalismo que se dibuja en el horizonte inmediato no es sino una fase inevitable del objetivo último y único. "Lo que queremos al final es un Flandes independiente", reconoce sin ambages Jan Jambon, líder del N-VA en la Cámara de Representantes de Bruselas. "No se puede conseguir de golpe, hay que ir paso a paso". También lo exigen otros partidos, incluido el notoriamente xenófobo Vlaams Belang (Interés Flamenco), cuyo radicalismo lleva a los demás a hacerle el vacío político... mientras no lo necesitan.

La reforma de 1993 desvinculó la composición de los parlamentos regionales del Parlamento nacional, que hasta entonces proporcionaba diputados y senadores nacionales para las Cámaras autonómicas. Y la gestión de la nueva batería de transferencias pasó a manos de otra cohorte política sin experiencia a escala nacional, sin socialización política con el otro lado lingüístico, sin conciencia de la existencia del interés común, pensando y actuando sólo en nombre de los intereses de la respectiva región: Flandes, Valonia y Bruselas.

Leterme "forma parte de esa nueva generación de políticos flamencos que comenzaron su carrera política tras la reforma de 1993", señala su biógrafo Filip Rogiers. Joëlle Milquet, otra de la nueva generación, también democristiana, pero de Valonia, y, por tanto, en las antípodas del secesionismo flamenco, hace notar que cuando la vieja generación acordó la reforma de 1970 no podía ni imaginar hacia dónde llevaría la deriva descentralizadora. Los viejos se conocían a la perfección, eran colegas que habían librado durante décadas intensas disputas en la Cámara y el Senado, pero se respetaban y tenían conciencia del común. Incluso encarnizados rivales compartían ocasionalmente jornadas de vacaciones. Un mundo desaparecido.

Ahora son ocho las Cámaras parlamentarias en el país, de las que sólo la de Representantes y el inane Senado piensan a escala nacional. Y seis los Gobiernos. El famoso compromiso belga ha consistido a lo largo de los años en una continua superposición de estructuras para responder a las necesidades constantemente sobrevenidas, lo que ha creado una maraña institucional de tal calibre que, en estos momentos, junto a la disputa de fondo (¿quién se lleva qué, cómo y para qué?) se debate acerbamente sobre quiénes tienen derecho a sentarse a la mesa para discutir el venidero arreglo, con el lugar que deba ocupar Bruselas en el remozado edificio institucional belga como gran manzana de la discordia. Y todo ello bajo la responsabilidad de un primer ministro sin experiencia en política nacional.

Dehaene, padre de la reforma federal de 1993, la repudia ahora y habla de ella como de "un gran error". Hace unos días le preguntaban a Wilfried Martens, otro ex primer ministro, coetáneo de Dehaene y mentor de Leterme, si lamentaba haber lanzado a su pupilo hacia la jefatura de Gobierno. "No, no lo lamento, pero tengo remordimientos", respondió en el diario La Libre Belgique. El buen católico Martens no abundó en sus remordimientos, pero confesó su inquietud con lo que está sucediendo en el país: "Estamos en el corazón de Europa y me parece inconcebible, impensable, que Bélgica se rompa. Estoy preocupado. Siempre se pueden encontrar soluciones, pero me preocupa que no haya respeto y confianza entre las personas".

"La verdad es que en este país faltan dos o tres personas que estén intelectual y políticamente a la altura del desafío", dice Pascal Delwit, decano de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Bruselas. El CD&V, el partido mayoritario, es una jaula de grillos, con chirriantes relaciones personales. Hay dudas de que Leterme sea el hombre que la situación requiere. No las hay sobre su notable capacidad para pisar callos, ahora algo corregida, y ofender a la otra parte. En aquella reveladora entrevista al diario Libération declaró que "no hay que olvidar que Bélgica nació como un accidente de la historia" y que lo único que hoy tienen en común los belgas son el rey, la selección de fútbol y la cerveza.

En su visión sobre la artificialidad del Estado belga, sin embargo, Leterme tiene nutrida compañía. El país nació en 1830, tras haber pasado de mano en mano de las grandes potencias continentales desde el siglo XVI, como herencia, al principio, para la España de los Austrias -que conservó los Países Bajos del Sur tras la pérdida de las protestantes provincias norteñas que devendrían en Holanda-, a la que siguieron la Austria imperial, la Francia revolucionaria y napoleónica y la Holanda del déspota ilustrado Guillermo I. Vio la luz como un modesto Estado tampón concebido por la astucia de Londres para poner tierra de por medio con Francia, por lo que el Congreso de Viena sancionó la entrega del escueto territorio belga, poblado por católicos, a la protestante Holanda tras la derrota napoleónica de Waterloo en 1815.

Guillermo I intentó imponer a sus nuevos súbditos flamencos la oficialidad de su lengua, versión canónica de la miríada de dialectos neerlandófonos hablados en Bélgica, y contra ello se alzaron las élites políticas y la burguesía de sus nuevos dominios, tanto en Flandes como en Bruselas y Valonia, francófonas hasta la médula como correspondía a la época en todo el continente. Una revuelta callejera en Bruselas fuerza la retirada bátava y la proclamación de la independencia por las provincias belgas. En consonancia con los tiempos, el improvisado Congreso Nacional opta por el régimen monárquico, por 147 votos frente a los 13 de quienes preferían una república, y redacta una Constitución progresista que convierte a Bélgica en uno de los países más democráticos del momento.

Aquella Constitución de 1831 reconoce al pueblo libertad en el uso de la lengua, pero, de hecho y de derecho, el francés se convierte en la lengua nacional oficial. El holandés era la lengua del enemigo, y como tal, imposiblemente merecedora de otro trato que no fuera el de dejarla reducida a la cacofonía del habla popular. La unidad nacional debía cimentarse sobre el francés, apenas hablado por entre el 10% y el 15% de la población, la minoría política, social y económicamente dominante. Esa discriminación lingüística es el pecado original y el error genético que lleva 178 años envenenando constitucionalmente la convivencia interna belga.

Son casi dos siglos marcados por la incansable lucha de la mayoría flamenca del país por recuperar la identidad y el respeto, combate que en la lengua encontró el catalizador natural. Ya en 1898, el neerlandés es reconocido como lengua oficial en Bélgica. En 1930 se concede a Gante el privilegio de ser la primera universidad neerlandófona del país. En 1932 se consolida el monolingüismo administrativo de Flandes (neerlandés) y Valonia (francés), dejando el bilingüismo sólo para Bruselas. Citas de todo tipo con la historia se suceden a lo largo del siglo XX como disparadas por una ametralladora: el referéndum de 1950 sobre la continuidad del rey Alberto III, tachado de colaboracionista por la izquierda y muchos valones, revela la fractura Norte-Sur: 72% de síes en Flandes, frente al 48% de Bruselas y el magro 42% en Valonia; el establecimiento en 1962 y 1963 de la frontera lingüística crea una capital bilingüe y tres zonas oficialmente monolingües (Flandes, Valonia y un minúsculo reducto germanófono); la expulsión en 1968 de los francófonos de la Universidad Católica de Lovaina, fundada en 1425 y bastión secular de la burguesía belga. Aquella limpieza étnica fue tan traumática que provocó la escisión del partido democristiano en dos alas, una francófona y otra neerlandófona, gangrena de regionalización de la política que acabaría apoderándose de las otras formaciones, acicateadas por las sucesivas reformas institucionales, y cimentando la incomprensión mutua; la reforma institucional de 1970, primera de la inacabada serie, constitucionaliza las regiones lingüísticas y crea tres comunidades (neerlandófona, francófona y germanófona, centradas en los ámbitos personales: educación, cultura, juventud...) y tres regiones (Flandes, Valonia y Bruselas, volcadas en el Gobierno de sus respectivos territorios). Finalmente, llega 1993, el año de la federalización del país: "Bélgica es un Estado federal que se compone de comunidades y regiones".

Las elecciones de 2007 demostraron que los flamencos siguen teniendo sed de reforma del Estado, mientras que los francófonos se dan por satisfechos con el vigente régimen, que de ser movido debería serlo para desandar el camino. Más que la reclamación identitaria -ya amortizada, salvo en zonas de choque lingüístico en la periferia de Bruselas- es la economía lo que mueve las reivindicaciones de Flandes. La tortilla histórica ha dado la vuelta, y la vieja región atrasada y agraria es ahora moderna y pujante, y está cansada de subvencionar la esclerosis de una Valonia que fue económicamente grande con la siderurgia y las minas, ya desaparecidas, pero que no ha sabido adaptarse a los exigentes tiempos del cambio tecnológico y de la globalización. De ahí la consigna propagandística del norte de que cada familia de Flandes regala cada cuatro años un coche a una familia valona y de que es urgente establecer una nueva relación institucional con transferencias de responsabilidades sobre fiscalidad, trabajo y seguridad social. El eterno mantra de la subsidiariedad.

Un riguroso estudio de opinión realizado por la Universidad de Lovaina, en contraste con toda la baratija demoscópica que llena los periódicos un día sí y otro también, revela que sólo el 9% de los flamencos quiere la división del país, en el extremo opuesto del 11% que desearía el retorno a la Bélgica unitaria. La mitad de la población de Flandes, el 48%, prefiere continuar en una Bélgica unida, pero más descentralizada. En Valonia apenas el 4% de la población está por romper la baraja belga. Una relativa semejanza con el norte, por minoritaria en lo separatista, que salta por los aires al medir las otras dos posibilidades. Casi la mitad de la población, el 45%, está en el sur por el retorno a la Bélgica unitaria, frente al 17% que acepta profundizar en el federalismo.

En Nil-Saint-Vincent se encuentra el centro geográfico del país, marcado con una estructura sin fortuna estética que quiere simbolizar la unión de las peculiaridades institucionales belgas. Es un lugar bucólico cuyo silencio y armonía inducen a lamentar acremente la barahúnda de las maquinaciones de los políticos, a juzgar por lo que dejan ver un par de vecinos. Un hombre joven y otro de 73 años, la persona que más cerca vive del ombligo belga, ponen carne y hueso al frío sondeo. "No me parece nada bien lo de la división del país", dice el uno. Le secunda el otro: "Los políticos son todos una mi-er-da".

Paul Dirkx, belga de la flamenca Overijse, localidad vecina de Bruselas, y profesor de la universidad francesa de Nancy, muestra la vertiente intelectual del hastío del abuelo de Nil. "Es una situación completamente antidemocrática", se queja. "En Bélgica no hay partidos nacionales, así que los que hay sólo están interesados en la ampliación de las atribuciones para las comunidades y regiones. Nos dicen que hay que separarse, pero sólo el 9% de los flamencos lo quiere".

Dirkx fue uno de los organizadores de la marcha del pasado noviembre a favor de la unidad de Bélgica, que estuvo precedida por la recogida de 140.000 firmas que no hicieron mayor mella en sus destinatarios. Vuelve a la carga, ahora con la intención de crear una organización de nombre extraño: ZuSamEnsemble, acrónimo que junta palabras de las tres lenguas oficiales de Bélgica para decir: "Estamos juntos". Dirkx ha lanzado un sitio en Internet para recoger de nuevo firmas de los fastidiados con la situación y, en menos de un mes, ha obtenido más de 22.000. Es una campaña quijotesca, de pura base, sin vínculo político alguno, que el profesor de Nancy reconoce como numantina: "Nos vemos como el último reducto de resistencia por Bélgica".

La cultura, la historia y la evolución política han hecho que flamencos y francófonos vivan en planetas separados, con la ciudad de Bruselas -físicamente enclavada en territorio flamenco, pero con una población culturalmente francófona- como único punto de conexión gracias los cientos de miles de flamencos que cada día entran en la ciudad para trabajar. Los partidos políticos, los medios de comunicación, las asociaciones, las patronales... hasta la Cruz Roja tienen su versión a cada lado de la frontera lingüística. El desconocimiento del otro es total, y el interés por él, nulo. Sólo hay un 1% de matrimonios mixtos en Bélgica. Karla Laureyns y Fabian Louis son una de esas rarísimas avis. Treintañeros con dos hijos, ella es nacida en Flandes, y él, valón que lleva 16 años en Bruselas y se define como bruselense.

Karla y Fabian viven en perfecta armonía. "Hablar de escisión es lo políticamente correcto, pero no está en línea con lo que la gente quiere", dice Karla. "Es fácil ir a la separación y difícil dar marcha atrás", añade Fabian. "Y como es más fácil decir y hacer eso que crear crecimiento económico, eso es lo que hay".

La pareja tiene sus diferencias (pequeñas, sobre las causas originales del conflicto, no sobre la resolución), que han servido para acercarles por el conocimiento del verdadero otro, distinto del estereotipo con que cada cual creció. "Cuando una se casa con el otro se aprende mucho", hace notar Karla. "Yo tenía una imagen muy simple de los francófonos y ahora sé que la situación es más complicada y sutil de lo que se dice en Flandes. Ahora conozco sus sensibilidades. En Flandes se dice que lo bloquean todo, que son unos incapaces, que hay que librarse de ellos, que Bruselas era flamenca y que los francófonos se apoderaron de ella y que hay que recuperarla".

"Yo he aprendido la historia de los flamencos, desconocía que tuvieran tan vívida la idea de la opresión", reconoce Fabian. "Pero yo no soy responsable de eso. Los flamencos neerlandófonos fueron oprimidos por flamencos francófonos. También he descubierto su cultura". Cuenta que en una ocasión, durante el almuerzo en la editorial de Flandes en la que trabaja, todos los que estaban en la misma mesa eran francófonos: "Apareció el director y nos dijo: 'No hay flamencos en esta mesa'. Nosotros ni lo habíamos notado. Yo creo que el director tenía miedo de que se fuera a crear una división interna, que se reprodujera en la empresa lo que pasa en el país".

El Parlamento de la comunidad neerlandófona convirtió hace años la torre cruciforme de Yser en el símbolo oficial de los flamencos, decenas de miles de los cuales la visitan cada año, con el clímax de la embriagadora peregrinación nacionalista y separatista de cada último domingo de agosto en la localidad de Diksmuide, laminada durante la I Guerra Mundial. En el rincón suroccidental de Bélgica, sus 84 metros de altura acogen el Museo sobre Guerra, Paz y la Emancipación de Flandes que, en sus últimos tránsitos cronológicos, bajo el título de Una vieja historia, un nuevo comienzo, habla ya de Flandes en una Bélgica confederal. La descomunal torre -rematada con las siglas en cruz AVV, VVK (Todo por Flandes, Flandes por Cristo), acrónimo que simboliza la militancia radical flamenca- es heredera de otra más pequeña dinamitada en 1946 por quienes querían acabar con lo que veían como un insultante monumento a los afines a Hitler. No en vano el lugar había acogido durante la II Guerra Mundial ceremonias de confraternización germano-flamenca.

"¿Por qué los extremistas se fueron con Hitler? Porque nosotros solos no teníamos fuerza para separarnos", explica Charles Vanmeukelen, de visita con su hija, Sigrid, y su novio, Ken Temmerman, flamencos los tres, al lugar "en busca de una explicación a las tensiones políticas". Ella no ha encontrado respuestas definitivas, y su padre, que participó en las revueltas de 1968 para limpiar Lovaina de francófonos, se lamenta ocasionalmente de algunas interpretaciones de la exposición museística, que ve como mitos y medias verdades interesadas. "Aquí tratan de hacernos creer que los flamencos tenemos una identidad completamente diferente, ¡pero es mentira!", dice ante uno de los expositores, aparentemente ajeno a que la historia de muchas naciones, nacidas y que pugnan por nacer, se enraíza y alimenta con mitos, medias verdades y puras mentiras.

De vuelta al día de hoy, Sigrid se indigna de que en un restaurante de la vecina costa de Flandes, ella, neerlandófona, pida salmón en su lengua, y el camarero, francófono, "no me entienda o haga como que no me entiende". A Ken le subleva la arrogancia de los francófonos. "Desprecian el neerlandés, que consideran una lengua pequeña", dice.

Esa disputa cultural y territorial llega al paroxismo en la corona que rodea a Bruselas, donde cada día se libran grotescas escaramuzas político-administrativas. Los francófonos sueñan con arrancar a los flamencos una cesión de terreno que permita unir la región de Bruselas a Valonia. Se crearía así una masa crítica (cultural, política y económica) muy dañina para las ambiciones secesionistas de un Flandes que tiene a Bruselas por capital. "Sobre esa cesión territorial es imposible que haya acuerdo. La tendrían que tomar por la fuerza", advierte con dureza Marianne Thyssen, presidenta del CD&V. "Sería un anschluss", reacciona Charles Vanmeukelen evocando la ocupación alemana de Austria.

Pero aun con sus molestos vecinos francófonos, ninguno de los Vanmeukelen desea la partición de Bélgica. "Quiero que siga unida, pero que se invierta bien el dinero y que los valones trabajen y respeten a los flamencos", señala Ken, a quien padre e hija habían presentado como radicalizado. Thyssen abunda en la idea: "Nosotros no vamos a dividir Bélgica. Sólo queremos una confederación, nada más". Y apostilla con frase claramente dirigida al interlocutor español: "Estamos orgullosos de que todas las reformas se hagan por vía pacífica. Lo que ocurre es que al cabo de un tiempo se descubren nuevos desequilibrios y se hacen necesarias nuevas reformas".

Todos son conscientes de ser el espejo en que se mira parte de Europa, en especial los países infectados de secesionismo. "Es verdad que la construcción de Europa refuerza los regionalismos", apunta el politólogo Delwit. "Sin embargo, la Unión necesita Estados para funcionar. Nadie quiere abrir la caja de Pandora. Tras los flamencos y los valones vendrán los vascos, los catalanes, los escoceses, los corsos...". Si la Comisión está inquieta por la deriva belga, lo oculta, y oficialmente mantiene que esa crisis es algo que corresponde a los propios belgas resolver.

La conclusión de quienes estudian el fenómeno desde fuera, como el profesor Delwit, es que "no hay apoyo popular a ningún tipo de división del país". Percibe, además, que "no hay voluntad política secesionista en las élites de Flandes". Pero ello no significa que vaya a haber descanso en la eterna noria reivindicativa. "Nunca se encontrará una solución definitiva", pronostica. Le da la razón Thysssen al responder a la pregunta de si la sexta reforma que viene será la última: "Si el mundo se para, será la última". -

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Manifestantes flamencos protestan, el pasado 2 de junio, contra tres alcaldes francófonos que enviaron material electoral en francés.
Manifestantes flamencos protestan, el pasado 2 de junio, contra tres alcaldes francófonos que enviaron material electoral en francés.AFP

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