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Reportaje:PANORAMA DE LA MÚSICA ELECTRÓNICA

Un viaje al sonido de las máquinas

En un mundo fascinado por conceptos a los que se atribuye valor abstracto y bondad universal como "progreso" o "tecnología", la música electrónica se ha convertido en un lugar común donde anidan enjambres de tópicos. Vinculada precisamente al progreso y a la tecnología, algo por lógica aplicable a todas las músicas que en el mundo han sido, la música electrónica sigue siendo una gran desconocida a la que se falsea con multitud de prejuicios. Muchos de ellos la vinculan al futuro, a la frialdad, al ritmo, al hedonismo y a la ausencia de mensaje dado su carácter mayormente instrumental.

Siendo estrictos cabría indicar que cuando se habla de música electrónica se habla de música generada por máquinas impulsadas por energía no humana en la que los procesos físicos carecen de importancia. No hay pues una cuerda o una caña que frotada o soplada produzcan sonido, sino aparatos que en virtud de principios electrónicos dan lugar a un sonido. Estamos por tanto no ante un estilo de música, la electrónica, sino ante una forma de hacer música, ante una forma de trabajo, un procedimiento. Es por ello que tan electrónica resulta la sintonía de los telediarios como el techno de Jeff Mills, las canciones de Madonna como las de Kraftwerk, la música de publicidad, el hip-hop o Jean Michel Jarre. Todo es electrónico porque todo se ha construido mediante similares procedimientos hoy fundamentados en los entornos digitales.

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Aceptado que hablar de música

electrónica no implica un código estético cabe hablar de los orígenes. Existe la muy extendida creencia que vincula la música electrónica al futuro. En realidad sólo hace falta comprobar su eclosión comercial en los años noventa para entender que cuando menos se trata de una música del presente. No sólo eso, ya que la música electrónica como tal nació hace casi cien años, cuando los futuristas italianos, ya fascinados por el progreso y los cambios que las máquinas podían provocar en el arte y en la sociedad, se lanzaron a descubrir nuevos aparatos que sustituyesen y/o complementasen a los instrumentos convencionales. Los poetas y pintores Luiggi Russolo y Ugo Piatti fueron quienes comenzaron a desarrollar los "intonarumori", máquinas capaces de reproducir artificialmente sonidos de la naturaleza. Suyos son descubrimientos como el Explosionatore, que imitaba el sonido de los motores, o el Crepitatore, capaz de imitar crepitaciones. Así pues, la música electrónica tiene un pasado ya dilatado, un futuro aún por escribir y un presente que en cierto sentido no ha generado los cambios estéticos que se auguraban cuando en la década de los noventa se instaló en el gran mercado de consumo.

Porque ¿cuáles son esos cambios que habían de transformar la música? Uno de ellos venía dado por la sustitución de la interpretación convencional basada en el movimiento físico del músico. Hasta la aparición de las máquinas, y muy especialmente de los ordenadores, se "veía" cómo un músico tocaba su instrumento, de suerte que un violinista deslizaba su arco por las cuerdas, un pianista acariciaba las teclas de su piano y un batería percutía en parches y platos. Incluso estilos como el rock habían desarrollado una estética casi ritual de la guitarra, máximo exponente de una cultura popular en la que el músico "hacía algo" en el escenario. Por el contrario, la manipulación de un ordenador y de una caja de ritmos no permite establecer una relación directa entre la acción del músico y su resultado sonoro, de suerte que aparentemente no se transmite nada, o en todo caso lo que se transmite está más vinculado a la gestualidad y actitud del empleado de una entidad financiera que a la de un músico. La electrónica cambiaba así la importancia del escenario, al que desproveía de toda significación, encontrándose ante un terreno por definir. Lamentablemente, la electrónica ha acabado asimilando los principios de la música analógica, manteniendo el escenario como el lugar al que se ha de mirar. Y a falta de un guitarrista melenudo que sude y mueva la cabeza ha propuesto luces y proyecciones. Orbital fueron de los primeros en definir un espectáculo visual para la electrónica y todos los demás les han seguido. El ejemplo más notorio lo ofrecen Daft Punk, quienes en el Sonar de 1997 eran dos señores a oscuras sobre una tarima elevada, mientras que este verano han sido dos señores sobre una pirámide de llamativas y cambiantes luces. El público sigue mirando al escenario incluso cuando mezcla un disc jockey, estampa carente de cualquier interés visual.

En lo que la electrónica ha sido más aventurada es en la indefinición del concepto de autoría, al multiplicar por cien los alias de un mismo artista. Así como en el rock y demás músicas populares el ego es de capital importancia, y la fidelidad a una discográfica resulta sustancial para garantizar el éxito mediante la definición y continuidad de la propuesta, en la electrónica hay artistas que cambian de nombre en función de los proyectos que desarrollan, los cuales publican con sellos diferentes adaptados a ese material. Richie Hawtin se llama así cuando se aproxima al techno, pero cuando hace música más abstracta se hace llamar Plastikman. En el espléndido prefacio al libro Loops, una historia de la música electrónica, Simon Reynolds vincula esta "muerte del autor" al magma indefinido del que brotan los avances de la música techno y house, surgidos por error o accidente y no reivindicados individualmente por nadie. El uso del sampler como aparato que permite reescribir canciones tomando muestras de originales y la proliferación de los discos con galleta blanca, sin créditos, que ocultan en la maleta del disc jockey los autores de los cortes a la mirada inquisitiva de la competencia, ya sea otro disc jockey o el mismo público, abundan en la idea de que la electrónica es una música en la que el ego, que existe, no tiene la misma dimensión que en otras músicas populares en las que todo parece más datado y atribuido. De hecho, han sido necesarios varios años hasta que el público conociese la cara de las pocas estrellas que el techno ha dado, entre otras cosas porque los discos de electrónica no pop suelen carecer de la foto de su autor.

Que la música electrónica no es

sólo de baile parece una evidencia sólo oculta a quienes la vinculan con las discotecas. Que una parte de la electrónica -techno, house, drum and bass, hip-hop, etcétera- tenga vocación bailable no evita que otra enorme área se fundamente en la ausencia de ritmo (Autreche, Boards Of Canada), la experimentación con las cualidades del sonido (Alva Noto, Ryoji Ikeda), la especulación con las propiedades del ruido (Merzbow) y sus fundamentos musicales o la mera utilización de los errores generados por los programas de software, lo que ha dado lugar al llamado clicks and cuts (Fennesz). Todas estas corrientes de la electrónica definen los contornos del avance hacia nuevas formas de expresión, y desde luego lo hacen alejadas de la pista de baile, territorio al que el imaginario popular suele circunscribir todo lo que tenga que ver con la electrónica.

Lo que sí ha permitido la música electrónica de baile es lo que Simon Reynolds ha puntualizado como contraposición entre textura y ritmo versus melodía y armonía. La primera dualidad representaría a la música electrónica, mientras que la segunda, a la musicalidad tradicional. Reynolds lo argumenta así: "Para los músicos educados tradicionalmente, los cambios de acorde y los intervalos armónicos que emplea la música electrónica pueden parecer trillados, facilones. Pero esta visión no entiende la cuestión: la verdadera función de esas sencillas improvisaciones y líneas melódicas es servir como recurso para mostrar timbres, texturas, colores". Estaríamos ante un viaje al sonido en el sentido más estricto del término, uno de los múltiples viajes propiciados por la música nacida de las máquinas.

Los componentes del dúo musical Daft Punk.
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