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Afganistán, el país que sólo dominó Gengis Khan

El Imperio Británico y la Unión Soviética fracasaron en sus intentos de doblegar a una nación que lleva décadas en guerra

'Afganistán se ha convertido en una amenaza a la seguridad mundial envuelta en una catástrofe humanitaria'. Así describía el pasado julio un artículo de la revista británica Jane´s este país de Asia Central, uno de los más pobres del mundo, que lleva más de 20 años en guerra. Y lo peor parece que está aún por llegar.

Desde el martes, el mundo mira a este país como el inevitable escenario de la represalia norteamericana a los salvajes atentados que ese día destruyeron las Torres Gemelas de Nueva York y parte del Pentágono en Washington. La protección concedida por las autoridades afganas durante cinco años a Osama Bin Laden, a quien Washington considera el sospechoso número uno de los ataques, ha puesto su territorio en el centro de la diana de la máquina bélica de Estados Unidos. Ayer, la población vivía la tensión y el miedo de un ataque inminente, empaquetaba sus pertenencias y abandonaba a toda prisa los núcleos urbanos. La ONU calculaba, en un comunicado emitido ayer desde Islamabad, en el vecino Pakistán, que la simple amenaza de Washington y la hambruna que azota el país desde hace meses produciría hasta 1,5 millón de nuevos desplazados, nuevos parias que sumarse a los casi cuatro millones de afganos refugiados actualmente en Irán y Pakistán.

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Pero la venganza de la superpotencia estadounidense no será fácil. En Afganistán encallaron el Imperio Británico en el siglo XIX y la Unión Soviética en el XX (1979-1989). Tan sólo los mongoles bajo Gengis Khan conquistaron el país. Pero eso ocurrió en el año 1219.

La situación geográfica de Afganistán, encajonado entre cuatro gigantes -la antigua URSS, China, India e Irán-, se ha convertido en una maldición estratégica a lo largo de su historia. Principal productor de opio del mundo, poseedor de inmensas reservas inexplotadas de gas natural, tierra de paso del transporte del petróleo del Golfo Pérsico, su territorio ha sido objeto de la rebatiña de las grandes potencias y de los poderes regionales.

Los resultados de esa codicia han sido demoledores: además de cientos de miles de muertos, Afganistán es hoy día el país más minado del mundo, la esperanza de vida de su población es de tan sólo de 46 años y únicamente el 25% de los adultos sabe leer.

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Para empeorar las cosas, en noviembre de 1994 entraban en escena los talibán, literalmente 'los estudiantes de la religión musulmana', cuyo sueño de construir en pleno siglo XX un emirato medieval basado en la interpretación más rígida del Islam venía a dar la puntilla a todos los esfuerzos modernizadores que diversos regímenes liberales habían intentado poner en práctica desde la década de los veinte hasta los años setenta.

En tan sólo dos años de continuas victorias militares contra las distintos señores de la guerra de Afganistán, en la guerra civil que sucedió a la retirada de las tropas soviéticas por Mijaíl Gorbachov en febrero de 1989, aquel grupo de jóvenes pashtún, la etnia mayoritaria en el sur y el este del país, reclutados y educados en los campos de refugiados y las escuelas coránicas suníes de Pakistán, lograba en septiembre de 1996 entrar en la capital, Kabul.

Su primer gesto político fue asaltar la sede de la ONU, donde estaba refugiado Mohamed Najibulá, ex presidente y antiguo aliado de la URSS, y fusilarlo junto a su hermano para después colgar sus cadáveres en una céntrica plaza.

Fue sólo un anticipo de su peculiar declaración de guerra a las mujeres. Todas aquellas leyes que habían permitido el divorcio, el uso voluntario del velo, el derecho al voto de la mujer y que habían hecho que las estudiantes superaran al número de hombres a finales de los años setenta en la Universidad de Kabul, fueron abolidas. En su lugar llegó la prohibición de trabajar a las mujeres, el cierre de las escuelas femeninas, la lapidación de los adúlteros, la flagelación de los homosexuales, la amputación de manos a los ladrones, la prohibición del fútbol, el ajedrez y los juegos de azar, el cierre de cines y de la televisión...

Pero su éxito tenía una explicación muy clásica. Como tantos conquistadores en la historia del mundo, los talibán se presentaban como pacificadores a una población harta de guerra.

Una guerra cuyos orígenes se remontan al derrocamiento del Gobierno centrista de Mohamed Daud en abril de 1978 tras un golpe de Estado llevado a cabo militares marxistas-leninistas encuadros en dos diferentes grupos políticos: Jalq (Bandera) y Parcham (Masas). Ya en el poder, ambos grupos forman el Partido Democrático del Pueblo de Afganistán y forjan una estrecha alianza con la URSS. A la brutal represión de toda oposición le siguen unas reformas sociales y de la propiedad de la tierra contrarias a las tradiciones tribales y musulmanas de la población.

Las disensiones internas y el inicio de una rebelión islámica guerrillera lleva al entonces líder de la Unión Soviética, Leonid Bréznev, a decidir invadir el país. Unos 30.000 soldados soviéticos cruzan la frontera en diciembre de 1979. En aquel contexto de guerra fría, Breznev se cobra una nueva pieza en el tablero del Tercer Mundo y al tiempo protege el patio trasero soviético de una posible contaminación integrista.

Estados Unidos, bajo el mandato del presidente Ronald Reagan, no está dispuesto a permitirlo. De la mano de sus aliados, Pakistán y Arabia Saudí, alimenta con armas y dólares a un frente guerrillero islámico, integrado por distintas facciones, pero con un objetivo común: expulsar a los soviéticos del suelo afgano.

Pero aquella victoria no traería la paz. La retirada soviética, primero, y el derrumbe de la URSS, después, daría paso a una cruenta guerra civil librada por diferentes señores de la guerra afganos con bases y apoyos en los diferentes países vecinos como Tayikistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Pakistán e incluso Irán.

A partir de 1996 los talibán pondrían fin a esa partida, hasta lograr actualmente el control del 95% del territorio y convirtiéndose en los únicos protagonistas del nuevo gran juego: el del árbitro de los peajes del contrabando, sobre todo de opio, y de los futuros gasoductos y oleoductos que se construyan en el país.

Su tercera apuesta, la de erigirse en modelo y guía de una revolución islamista mundial, parece tener los días contados. Washington, que durante años los toleró, ha perdido la paciencia. Como en el pasado, su única defensa es ya apenas la geografía.

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