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55º FESTIVAL DE CANNES

Dos arriesgados y mal resueltos filmes de Kiarostami y Egoyan

Un filme palestino se convierte en la sorpresa de la jornada

La jornada de ayer fue variada e interesante. Fue frustrante la presencia de Martin Scorsese con el caramelo de sólo 20 minutos de su próxima película, Gangs of New York. Decepcionó también Diez, filme de Abbas Kiarostami, en el que afronta un desafío formal que no resuelve bien. Y decepcionó también, aunque menos, Ararat, un complejo filme del canadiense Atom Egoyan. El filme palestino Intervención divina, dirigido por Elia Suleiman y protagonizado por Manal Khader, se convirtió en la gran sorpresa.

El paseo ayer por La Croisette de Martin Scorsese fue irritante por lo que tiene de inmoral. Scorsese suele llevar su cine al festival de Venecia y esto molesta aquí, el aura de clásico viviente que acompaña al gran cineasta neoyorquino, añadida a su conversión, algo ridícula a estas alturas, por la cinefilia francesa más eclesial en un cineasta de los llamados de culto. Y lo que ayer tuvo lugar aquí fue, en efecto, una especie de misa en la que Scorsese y sus feligreses comulgaron con el regalo publicitario del festival al artista, que -tiempo al tiempo- tendrá alguna contrapartida de las de toma y daca.

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Tras la tomadura de pelo del trailer del filme de Scorsese, llegaron tres películas discutibles, pero de verdad. La primera fue el demasiado esperado Diez, de Abbas Kiarostami. La idea ambiental -que flotaba aquí como una especie de globo hinchado por los pulmones de quién sabe qué distribuidor interesado- de que estamos ante la obra cumbre del cineasta iraní resultó ser un patinazo, porque si es cierto que la película arranca con gana de emprender una aventura formal muy arriesgada y difícil de sostener, no es menos cierto que esa aventura se echa a perder al llenarse la pantalla de corsés y amaneramientos, y convertirse la forma en fórmula, es decir, en rutina.

El prurito de originalidad le ha gastado esta vez una mala pasada al eminente cineasta, que seduce al espectador en las primeras, y sorprendentes, tomas para ir creando en él un sentimiento de frustración a medida que se ve a la pantalla caer en subrayados y reiteraciones inexpresivas. Y esta dura historia de seis sojuzgadas mujeres iraníes -que han de encerrarse dentro de un coche para poder hablar entre sí libremente- deja de tener su peso inicial y pierde poco a poco intensidad, como si al final se desmembrase su armazón formal y dejase ver que en realidad se trata de un castillo de naipes. Las acusadas singularidades del cine de Kiarostami vuelven a aparecer aquí, pero da la impresión de que lo hacen con fórceps, de manera mecánica y casi forzada. Y percibimos que el cineasta, que se hizo legendario por su don de la transparencia, lo pierde y se vuelve opaco, inexpresivo, incapaz de decir lo que tiene en la punta de la lengua, como si hubiese olvidado los mecanismos de la viveza de El sabor de las cerezas, A través de los olivos y el resto de sus grandes obras.

Es lo contrario de lo que ocurre en Ararat, donde las piezas del complicado relato puesto en marcha en forma de puzzle por Egoyan son de materia pesada y encajan a la perfección unas con otras, logrando un conjunto sin fisuras, bien armado y trabado. Pero ese conjunto peca de opacidad y de espesura, toma forma de ladrillo y se hace así cine difícil de tragar.

'Egoyismo'

Hay en Ararat la habitual sensación de solvencia que transmiten las imágenes de Egoyan. Pero hay también en la película ese desquiciado egoyismo -y esta distorsión verbal lo dice casi todo de este cineasta, embarcado en una especie de exploración cósmica de su ombligo- que le hace buscar la distinción, el sello propio, la marca de estilo, a costa de lo que sea, incluidas la transparencia, la sencillez y la humildad consideradas como plataformas estéticas y éticas de acceso a la verdad. Y vuelve Egoyan a poner el golpe narcisista de su yo filmo por encima de la materia humana filmada, cuando esta materia es de ésas que hay que filmar con sumo pudor, pues es nada menos que el exterminio de un pueblo, el suyo, el armenio, por la bestial batida genocida del Ejército turco en 1915. Y el prurito de originalidad, como a Kiarostami, oscurece y hace hermético al suceso filmado, dejándolo reducido a simple pretexto para la exhibición de la musculatura del estilo de Egoyan. Y hay por esto que seguir esperando -aunque en El viaje de Felicia se acercó mucho a ello- a que este superdotado cineasta encuentre el adecuado equilibrio entre el qué y el cómo, sin hinchar a éste ni empequeñecer a aquél.

Lo que más le falta a Egoyan, que es humildad y sentido del humor, es algo que el palestino Elia Suleiman derrocha. Su Intervención divina es una película muy inteligente, libre, relajada, jugosa y de fondo más que grave, pues bordea a la espantosa tragedia colectiva de su país. No es indulgente el filme con el lado palestino de la gran barricada de Oriente Próximo, lo que le autoriza a ser, como realmente es, feroz con el lado israelí. Hay un vivísimo humor en la casi muda visión -con ecos del cine de Jacques Tati, al que precisamente se homenajeó ayer con la reconstrucción de Playtime- de Suleiman a su mundo. De ahí su porosidad y su serena manera de visualizar el tremendo absurdo de vivir en la Palestina de nuestros días.

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