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55º FESTIVAL DE CANNES

Ken Loach recupera el vigor dramático y Cronenberg cae en una rebuscada retórica

La tosca y confusa película 'La hora de religión', de Marco Bellocchio, gana adeptos

El británico Ken Loach descansa de su militancia en las luchas obreras y entra en el territorio dramático íntimo que se esconde detrás de esas luchas. Sweet sixteen es un filme lleno de calor de vida, por doloroso que sea lo que cuenta. Loach vuelve a su cine más apegado a los sentimientos, y convence. No convence, en cambio, el canadiense David Cronenberg, que inicia Spider con ambiciosas imágenes, pero el globo se le deshincha al hacerse fácil de prever su rebuscado misterio. Y la tosca y confusa La hora de religión gana inexplicablemente adeptos.

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Este choque de opiniones entre quienes dicen que La hora de religión es una obra llena de grandeza y quienes replican que de lo que está llena es de miseria, es lo que siempre busca Marco Bellocchio, un veterano cineasta que desde sus comienzos, hace 40 años, en Las manos en los bolsillos, busca con tesón oír decir que con él llega el escándalo, cuando lo que llega son tan sólo escandalitos, como el de aquella película donde manejaba la (es un decir) idea de que hay violaciones en las que la violadora es la mujer violada; y ésta La hora de religión, donde quiere arrojar (es un decir) luz sobre algunas mugres del Vaticano y, en realidad, lo que arroja son más sombras, lo que hace de ella una película tan mugrienta como las mugres que quiere denunciar y ni siquiera sabe enunciar.

En el polo opuesto a Bellocchio hay que situar las concisas y austeras imágenes con que Ken Loach construye Sweet sixteen, la historia de un muchacho escocés de 15 años, que tiene a su madre encarcelada y vive malamente con su hermana y el bebé de ésta. La lógica de las aceras en que vive lleva al carácter emprendedor y combativo del chico a tomar decisiones veloces, duras y arriesgadas. Y emprende el camino de la busca de enriquecerse a la sombra de un gang de traficantes de droga de su ciudad y cuando avanza en su huida de la pobreza le salen al camino dolorosos obstáculos y, con ellos, otras luces y otras metas.

Hay desgarro y emoción en el empeño de este adolescente convertido en un adulto prematuro. La idea del filme procede de una variante argumental manejada en una película precedente, Mi nombre es Joe, que Loach rodó hace cuatro años. Y tiene mucho que ver Sweet sixteen con esa notable obra. Pero tampoco hace Loach concesiones a la ligereza cuando aborda expresiones de sentimientos. Incluso metido en matices sigue haciendo cartografía de las luchas de clase de su tierra. Dice el cineasta: 'Paul Laverty, el guionista, me dijo cuando rodábamos en Glasgow Mi nombre es Joe que me diera una vuelta por Greenock, una ciudad situada al este, en la orilla sur del estuario. El escenario es de una riqueza inusitada, pero no se puede decir lo mismo de sus habitantes tras el cierre de los astilleros. Se ha formado allí uno de esos enormes pozos de pobreza que hacen de Gran Bretaña la primera generadora de niños con el nivel de pobreza más bajo de toda la Unión Europea. Y estos niveles de pobreza tienen en Escocia condición de verdadera catástrofe'.

Sobre el suelo movedizo de esta catástrofe, Loach y sus actores, la mayoría naturales y procedentes de Greenock, crean un trenzado dramático conmovedor, en el que el niño protagonista, Martin Compston, es ese tremendo y a ratos terrible muchacho forjador de su destino a puñetazos y navajazos. Un crío frágil pero empujado por una valentía ilimitada. En palabras de Loach: 'Martin y su personaje, Liam, son hijos de la clase obrera. Son supervivientes'.

Miniaturismo

Si Sweet sixteen es cine formalmente sencillo, elaborado cámara en mano en las aceras de Greenock, Spider es todo lo contrario, una película elaboradísima, que lleva dentro una composición hecha con minuciosidad cercana al miniaturismo. Se ven en ella esmero y cuidado extremados en cada encuadre, en cada fondo, en cada sombra y en cada contraluz. Todo es cálculo en el despliegue de rebuscadas imágenes hecho por Cronenberg. Pero este cálculo, que comienza inquietando e intrigando, al cabo de media hora se hace repetitivo y deja ver las claves de su enigma, por lo que la película comienza a hacerse sabida y tediosa.

Cronenberg se mete en honduras de la peor mitología freudiana, pero esta inconsistente base, que sin embargo en Inseparables condujo a un hallazgo de explosiva fuerza visual y dramática, aquí conduce exactamente a ninguna parte o, si se quiere, a la nada. El truco visual de un hombre que contempla su vida metido en las escenas que evoca, procede literalmente de Las fresas salvajes, de Ingmar Bergman. Y las atmósferas agobiantes, lóbregas, pringosas, míseras, lúgubres, donde tiene lugar este desaforado dramón edípico, huelen a cartón piedra, a imágenes creadas por señoritos que sólo conocen la miseria de oídas.

Ken Loach, a su llegada al Festival de Cannes.
Ken Loach, a su llegada al Festival de Cannes.ASSOCIATED PRESS
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