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DESAPARECE EL CREADOR DEL DESASOSIEGO
Columna
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"Amo a mí país profundamente"

Ningún otro artista vasco alcanzó "la importancia civil de Oteiza, su influjo en los más diversos aspectos de la vida vasca", escribió Juan Aranzadi hace unos veinte años. Su influencia, añadía, "desborda lo artístico para desembocar en la política y la vida, pasando por la estética y la religión".

Las ideas contradictorias y afiladas de Oteiza deslumbraron a varias generaciones de vascos, pero marcaron muy especialmente a la de quienes, siguiendo el itinerario que en su día reconoció como propio Jon Juaristi, fueron nacionalistas en los sesenta, izquierdistas en los setenta, socialdemócratas en los ochenta y escépticos en los noventa. En el Quosque tandem..., cuya primera edición es de 1963, Oteiza ofrecía a los miembros de esa generación un ensayo de interpretación del alma vasca que les permitía mantener su adhesión al nacionalismo sin temor a ser acusados de racistas (o de meapilas). Se lo ofrecía, en particular, a aquellos que desconocían el euskera. La primera generación de ETA había sustituido la raza por la lengua como rasgo esencial de la personalidad vasca. Como evocará años después otro miembro de esa generación, Mikel Azurmendi, el nuevo principio era que "sólo la lengua hace vasco al vasco", lo que permitía nacionalizar al maketo aplicado, pero que, de entrada, dejaba fuera a muchos nacionalistas: sobre todo a los habitantes de la comarca de Bilbao, en la que vivía casi la mitad de los vascos (y más de la mitad de los nacionalistas vascos).

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A esos nacionalistas, Oteiza, que nunca llegó a hablar en vasco, les decía que lo importante no es ser euskerohablante, sino euskeropensante. El alma vasca, en busca de la cual había remontado hasta la prehistoria, consistía en un estilo vital, una forma de estar en el mundo que podía identificarse con ciertos personajes de Baroja, el aventurero, el conspirador, el contrabandista, retratados en el friso de Aranzazu. Esa interpretación, heredera de un cierto etnicismo romántico, permitía a los miembros de la nueva generación nacionalista mantener lo esencial del mensaje del fundador sin las connotaciones racistas desacreditadas por el nazismo, y esquivar el espinoso obstáculo lingüístico. Pero la idea de alma vasca enlazaba también con la tradición reformista de la generación nacionalista siguiente a la de Arana, la de Luis de Eleizalde y Engracia de Aranzadi, que había sustituido el objetivo independentista por el de salvaguardar la identidad vasca mediante la acción social del nacionalismo, la cual requería a su vez participar en la vida política con programas autonomistas.

Como en la épica de John Ford -Centauros del desierto- en la estética de Oteiza el hueco es a la vez la casa y la patria. Desde el umbral de ese hueco se ve el mundo como un desierto ajeno y amenazante. Esa estética fundada en la contraposición fuera/dentro fue integrada en el imaginario nacionalista con la misma naturalidad con que lo sería el vanguardismo del Guggenheim o los versos del poeta comunista Gabriel Aresti. Pero el nacionalismo instalado siempre le vio con desconfianza. En 1985 le dieron el Premio Euzkadi, pero no acudió a recibirlo y en su lugar envió una carta feroz contra la política cultural del PNV. "Hay que contestarle, pero en euskera", se oyó decir a la salida a un dirigente nacionalista. Tras haber proporcionado una estética y una mística a la primitiva ETA, trató con desprecio a Herri Batasuna. A raíz del asesinato de Yoyes, en 1986, diseñó un cartel que ilustraba este mensaje: "Una cruz gamada se está formando entre nosotros". En 1968 tuvo interés en hacer saber que el Cristo yacente que había colocado a los pies de la Piedad de la basílica de Aranzazu representaba a Javier Echebarrieta, el primer miembro de ETA en matar y el primero en morir. Pero años después, con motivo de un homenaje a Echebarrieta, pidió que se instalase en el lugar donde lo mataron una placa que recordase también al guardia civil José Pardines, a quien él había matado horas antes.

En la fascinación que ejerció Oteiza sobre la juventud vasca de los sesenta también tiene su papel el dato biográfico de que hubiera sido amante de Evita Perón.

Dejó escrito este epitafio: "Amo a mi país profundamente; me da rabia (mi país) profundamente. Le doy mi vida. Profundamente le doy mi muerte".

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