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Reportaje:LA SUCESIÓN DE AZNAR

El bombero de Aznar

El presidente siempre confió en Rajoy para afrontar los temas más polémicos

Luis R. Aizpeolea

La llegada de Mariano Rajoy a la meta de la sucesión de José María Aznar ha sido la de un corredor de fondo que ha avanzado por la pista de manera firme y sostenida hasta hacerse con la victoria. Ha sido una irresistible ascensión. En las últimas semanas eran cada vez más los ministros, dirigentes y parlamentarios del PP que daban por hecho la victoria de Rajoy sobre su principal contrincante, el vicepresidente segundo, Rodrigo Rato.

Este compostelano, de 48 años, casado y con un hijo, no tiene, de entrada, la brillantez de su rival. Tampoco tiene relaciones privilegiadas en el poder económico, ni las relaciones internacionales de Rato. Ni siquiera la ascendencia en el PP del ministro de Economía, quien ya llevaba muchos años de recorrido en Madrid viviendo los avatares de una derecha desunida, cuando en 1990 Rajoy desembarcó desde Galicia para hacerse cargo de una complicada situación interna, suscitada por el caso Naseiro, el escándalo de la presunta financiación irregular del PP.

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Las claves de la irresistible ascensión de Rajoy hay que econtrarlas en la eficacia de su gestión, que ha ido afianzando paso a paso y que ha coronado este último año, cuando el PP pasó de encontrarse contra las cuerdas a cambiar vertiginosamente su panorama tras las elecciones del pasado 25 de mayo. No cabe duda de que Aznar atribuye una parte sustancial de este éxito a la gestión de su vicepresidente primero, Mariano Rajoy.

Pero Aznar ve en él algo más que un buen administrador de su Gobierno. Ha visto en él al hombre capaz de defender mejor su legado ideológico, desde luego por encima de Rato. Aznar tiene dos obsesiones políticas: la defensa de la estabilidad constitucional y el rechazo a las reformas territoriales, con el reto soberanista del País Vasco como telón de fondo. Y el papel de España en el mundo, con la mirada puesta en las relaciones privilegiadas con los Estados Unidos.

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Ciertamente, Rajoy tiene, políticamente, dos puntos débiles: la economía y la política exterior, carteras en que tendría que delegar, en caso de que logre llegar a La Moncloa, en dos pesos pesados. Pero también es cierto que en este tiempo Aznar ha percibido cómo Rajoy se ha fajado con firmeza, dando la cara en el Parlamento y en todos los foros públicos, en el momento en que el malestar social crecía con la guerra de Irak y con la catástrofe del P

restige. Y no sólo ha defendido los compromisos de Aznar con Bush, sino que también ha atacado sin complejos, desde la tribuna del Consejo de Ministros, a los nacionalismos.

No cabe duda de que Aznar ve en Rajoy un colaborador leal y que puede ser permeable a sus opiniones. Algo que sería impensable en Rato, según constatan en su entorno. Es indudable que este último, más pronto que tarde, marcaría una línea de separación con el aún presidente del Gobierno, y eso lo sabe Aznar.

Pero eso no significa que Rajoy sea un personaje mimético de Aznar. Es indudable que si llega a ser presidente del Gobierno las cosas no van a ser igual que con el actual jefe del Ejecutivo. Rajoy solía reconocer, en privado, que Aznar y él son diferentes, sobre todo por sus talantes. Por ejemplo, Rajoy es incapaz de mantener el tono de confrontación de Aznar con el principal líder de la oposición, el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, con el que mantiene cierta amistad desde que coincidieron en la Comisión de Administraciones Públicas del Congreso, uno como ministro de Administraciones Públicas y el otro como portavoz de la oposición.

Todavía el pasado 30 de julio, Rajoy y Zapatero almorzaron en el restaurante Jockey de Madrid para intentar buscar una estrategia común ante el reto soberanista del lehendakari Juan José Ibarretxe. Aunque la reunión se zanjó sin acuerdo, el tono fue cordial y rompió una dinámica de silencio entre La Moncloa y el PSOE, mantenida desde los antecedentes de la guerra de Irak.

Para Zapatero fue muy significativo que Rajoy le confesara en aquel encuentro que sólo Aznar conocía que ambos se iban a reunir, y el líder de la oposición lo interpreta como una prueba de confianza del presidente hacia Rajoy. Desde ese momento, Zapatero ha mantenido su convicción, ya anticipada meses atrás, de que el vicepresidente primero iba a ser el sucesor de a Aznar.

También dice mucho de su talante la preocupación que expresó, en privado, tras una reunión con un grupo de empresarios vascos en la que se lamentaban del tono empleado por el Gobierno del PP, y especialmente de su presidente, en las relaciones con el nacionalismo vasco. Rajoy no descartaba que los empresarios tuviesen razón en su crítica a las formas del Ejecutivo.

Alguna vez se ha podido pensar que Aznar había programado la carrera de Rajoy. Ha sido el único ministro, en los ocho años en que ha gobernado Aznar, que prácticamente ha cubierto todas las carteras importantes: Administraciones Públicas, Educación y Cultura, Interior, Presidencia y Vicepresidencia Primera desde el año 2000. Ha sido también el bombero al que Aznar enviaba a apagar los incendios más diversos: los pactos con los nacionalistas, las reformas de la enseñanza tras el conflicto en que se había embarcado Esperanza Aguirre, los retos del terrorismo y la inmigración en sus momentos más álgidos y la coordinación del Gobierno en el último tramo de la complicada legislatura de Aznar.

A su paso por el Ministerio de la Presidencia tuvo que aguantar el embate de la catástrofe del Prestige. Rajoy lo recuerda como una de las etapas más angustiosas de su vida con la particularidad de no poder acudir a su Galicia natal sin ser insultado, como le sucedió en Navidades.

Antes se había apuntado un buen tanto: la coordinación de la campaña de las elecciones de 2000, en las que el PP se temía una victoria precaria. El triunfo por mayoría absoluta, en el que Rajoy desempeñó un papel clave desde la sombra, fue el penúltimo escalón en su vertiginosa carrera.

Rajoy ha sabido imbuir a su trayectoria política de un estilo en el que ha combinado la diplomacia con el sentido del humor y ésa ha sido la clave de muchos de sus éxitos como gestor y como negociador. Tiene la particularidad de caer bien, a los suyos y a los de enfrente.

Ese estilo lo tuvo que poner en práctica en su primera misión al llegar a Madrid en 1990. Le tocó la renovación del partido, lo que suponía la relegación de numerosos dirigentes y cuadros territoriales de épocas anteriores. Pasado el tiempo, solía comentar que esa ingrata tarea la realizaba con la compañía de un buen almuerzo con los afectados. Siempre ha hecho gala de que en la vida no es difícil buscarse amigos, o por lo menos no enfrentarse innecesariamente con la gente.

Curiosamente, ésta es una de las carencias de quien le ha designado como sucesor, José María Aznar. Y posiblemente también sea una razón complementaria de su elección, porque Aznar sabe que, con su talante, no puede llegar a algunos sitios.

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