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Violencia en el Magreb

El miedo se extiende por toda Casablanca

Dos jóvenes hermanos integristas se vuelan ante la sede del Consulado de EE UU

Antonio Jiménez Barca

La camarera del salón de té Casablanca, en la calle Moulay Youssuf, lo cuenta así: "Oímos una primera explosión y salimos afuera. Fue la primera bomba. Entonces vi que un joven vestido con pantalones vaqueros corría por el centro de la calle. A llegar a la altura de la escuela, en el cruce, explotó: fue la segunda". Los dos jóvenes marroquíes que se suicidaron ayer eran hermanos y se quitaron la vida en una avenida flanqueada de palmeras, a las nueve de la mañana, ante el Consulado de Estados Unidos en Casablanca. Como la mayoría de los kamikazes, los dos hermanos vivían en las diminutas chabolas del miserable poblado de Shaquila, al norte de la ciudad; un descampado empedrado de bolsas llenas de basura.

Un jefe de la policía exclamó, pistola en mano: "¡Quietos. No pasa nada. Quietos!"
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El primer kamikaze se quitó la vida frente al Consulado General de EE UU, donde intentaron, sin éxito, causar heridas a los guardias de la puerta. El segundo, el que vio la camarera, 100 metros más abajo, en un cruce situado frente de una escuela de idiomas estadounidense donde los alumnos daban clase de inglés. El estampido se oyó en varias manzanas a la redonda. Pero los explosivos tenían poca potencia: ni siquiera estallaron los cristales de los edificios próximos. Sólo se destrozó un alcorque de una palmera. Pero bastó para volver a meter a Casablanca en una pesadilla de la que no consigue salir: el martes murieron cuatro terroristas en el populoso barrio de Hay al Farah, tres al activar los explosivos que llevaban pegados a la cintura al sentirse descubiertos y un cuarto, tiroteado por la policía.

Ayer le tocó a la elegante zona de Moulay Youssuf, poblada de hoteles de lujo y embajadas con jardines. En apariencia, a los terroristas no les seguía nadie.

Minutos después de las explosiones llegaron los primeros policías. Acordonaron como pudieron la zona y alejaron a los curiosos. Los agentes tenían mucho miedo. Y estaban muy nerviosos. Había rumores de que se había escapado un tercer suicida que en cualquier momento podía salir de entre la multitud y volarse abrazado a cualquiera. Ya pasó el martes, cuando murió un policía. Así que, pistola en mano, los guardias marroquíes escrutaban despacio las caras del público y comentaban entre ellos quiénes podían ser los posibles sospechosos. Todos los policías iban armados y mostraban su pistola a la primera, apuntando. Tenían razón al considerar que se estaban jugando la vida en ese momento: horas después apareció en una zona cercana un cinturón con explosivos que alguien había abandonado allí.

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En seguida llegaron las fuerzas antidisturbios, que ampliaron la zona acordonada. En la esquina situada frente a la academia de idiomas se encontraba uno de los cadáveres, descuartizado. Pronto lo taparon con una tela verde. Había restos más pequeños por toda la avenida, que la policía fue tapando con páginas de periódico. Luego aparecieron los especialistas en recoger huellas y analizar las pistas dejadas por las explosiones. A unos 200 metros más abajo, los antidisturbios contenían a la muchedumbre. Sin embargo, en la esquina de la explosión, no se oía nada. Los policías apenas hablaban entre ellos. Ni siquiera los especialistas en buscar pistas. Todos seguían con la pistola en la mano. Seguían temiendo que cualquiera, desde cualquier esquina, se abalanzara contra ellos y se hiciera estallar llevándose a alguien por delante. Se miraban entre ellos. Muy serios. A punto de sufrir un ataque de nervios o de angustia.

Pasó una ambulancia que se llevó los cadáveres. Llegó un camión de bomberos. Un bombero enchufó la manguera y comenzó a aplicar agua a presión para arrancar la sangre y los restos humanos que quedaban pegados al asfalto. Le costó casi un cuarto de hora. "Todo limpio y a otra cosa", dijo una chica que contemplaba las maniobras de los bomberos.

Entonces empezó a gritar la muchedumbre que se encontraba un poco más allá. Una mujer se había caído en plena calle tras sufrir un mareo. Éso bastó para que, debido al pánico, la multitud echara a correr sin propósito fijo, empujada por un terror contagioso.

Los policías que custodiaban el lugar del crimen observaban a la gente desplazarse en masa y a gritos. Sin saber lo que estaba ocurriendo, se pusieron aún más nerviosos. Alguno echó a correr, descontrolado, en dirección a la gente. Entonces, uno de los jefes, pistola en mano, exclamó: "¡Quietos. No pasa nada. Quietos, hay que estarse quietos!".

La orden surtió efecto. Poco a poco se restablecía el orden. Aunque seguían produciéndose rumores de todo tipo referentes a kamikazes escapados. A media mañana se supo que la policía aseguraba haber detenido a los dos líderes de la célula terrorista que ha aterrorizado Casablanca en esta semana. Dijeron que el comando había sido desarticulado. Más o menos a la hora en que los padres de los alumnos de la escuela de idiomas norteamericana pudieron recoger a sus hijos, con el espanto de toda la jornada pintado en su rostro.

Varios miembros de la policía inspeccionan el cuerpo de uno de los dos terroristas que se suicidaron ayer en Casablanca.
Varios miembros de la policía inspeccionan el cuerpo de uno de los dos terroristas que se suicidaron ayer en Casablanca.EFE

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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