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Reportaje:Violencia en el Magreb

Los suicidas que llegaron del infierno

Un poblado miserable es el lugar donde viven los kamikazes que aterrorizan Casablanca

Antonio Jiménez Barca

Al barrio, en las afueras de Casablanca, se llega por un barrizal de color negruzco ocupado por un rebaño de burros. Un tipo barbudo y medio desnudo debajo de un cartón da la bienvenida: "Venid a ver cómo viven los pobres". Un poco más allá, al lado de la pista de tierra que sirve de camino de entrada, hay un descampado del tamaño de dos campos de fútbol empedrado de bolsas llenas de basura. Unos metros más allá aparecen las chabolas diminutas del miserable poblado de Shaquila, al norte de Casablanca, el lugar del que proceden los jóvenes marroquíes que se suicidan sembrando toda la ciudad de miedo e incertidumbre.

Los niños enseñan su chabola, del tamaño de una cama de matrimonio, sin ventanas ni agua. Se han hecho famosos en el barrio. El martes, su hermano, un joven de 20 años llamado Ayub Raydi se mataba tras bajar de un tejado y abrazar a un policía, al que mató a su vez. Esa tarde, la policía marroquí se presentaba en el barrio y se acercaba al cuartucho enano, cegado y sucio que enseñan ahora los niños y le dijo a la madre -tapada de pies a cabeza de gris y de negro, incluidos los ojos- que le acompañara a reconocer el cadáver de Ayub. No era la primera vez que hacía eso: el pasado 11 de marzo otro hijo suyo, Abdelfath, se suicidaba en un cibercafé situado no muy lejos del poblado.

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Ahora la madre, que trabaja vendiendo pijamas en un mercadillo, no está. El mayor explica la ausencia: "Ha ido a la comisaría porque ayer detuvieron a mi otro hermano, Otman, el que tiene 18 años". Al lado de una pared, en una suerte de repisa, hay una sartén con un poco de tortilla y un trozo de pan. No hay mesas, ni sillas, ni camas. Simplemente no hay sitio para meterlas. No se puede hacer nada en este cuarto excepto sentarse en la parte posterior, que sirve a la vez de dormitorio, y esperar a dormirse o ver la televisión oculta en otra repisa cercana al techo.

Hasta hace pocos meses, dormían siete en ese espacio: la madre y los seis varones. Lo hacían por turnos. Ahora no hace falta: dos de ellos están en el cementerio y otro, en prisión.

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Los pequeñuelos juguetean con un cuaderno árabe mugriento. El mayorcito cuenta que su padre se largó hace mucho, que él no va al colegio, que dejó de ir hace mucho, que sólo uno de sus dos hermanos pequeños va, que gana cinco euros a la semana de ayudante de un carpintero que remienda puertas y paredes en un tallerucho del poblado. Luego se calla y mira desde el fondo de los ojos con una seriedad que asusta. Prefiere no hablar de sus hermanos kamikazes. Después sale de la chabola y se asoma al mar de bolsas y bolsas de basura que hay delante de su casa y en la que hozan los burros, las vacas negruzcas y unas ovejas extrañas de un color imposible de adivinar.

La mayoría de los suicidas, incluidos los dos hermanos que se quitaron ayer la vida, proceden de este rincón espeluznante: Shaquila, enclavado administrativamente en la zona más grande pero casi igual de pobre de Sidi Moumen, donde ayer la policía apresó a los presuntos líderes de la célula integrista. No hay lugar más miserable en Casablanca. Y no hay nada parecido en España, tal vez Las Barranquillas, el supermercado de la droga de Madrid hecho de tiendas de campaña donde sólo duermen drogadictos mayores casi irrecuperables sin fuerzas ni ganas ni voluntad para alejarse de allí y buscar otra vida.

Pero en Shaquila viven centenares de personas de todas las edades: jóvenes como Ahmed al que le quedan ganas de reírse y de pedir un campo de fútbol, mujeres que se acercan tapadas a por agua cargando unas garrafas de plástico a los caños dispuestos en una pared al lado del descampado lleno de bolsas de basura; viejos como Furad con chilaba blanca deseosos de hablar con cualquiera. Hay mujeres embarazadas, hombres sin trabajo que no sonríen y decenas de niños deambulando constantemente entre los burros y las ovejas raras que muerden la basura.

Un joven de unos 17 años explica que conocía a algunos de los que se han suicidado. Cuenta que jugó con ellos hace pocos años. No advirtió su cambio, dice, pero explica que su radicalismo y su desesperación son fáciles de entender. "No tenían casi de qué comer". Y señala al mar de basura y burros y explica que cuando llueve no hay manera de salir de ahí por plasta pestilente que se forma alrededor del poblado producto del barro y de los desperdicios.

Ahmed sigue sonriendo a pesar de todo: "Que nos pongan un campo de fútbol, no tenemos ni un campo de fútbol". Furad, el de la chilaba, explica que a los jóvenes les lavan el cerebro. Que por eso se convierten en kamikazes. "No saben lo que hacen, les engañan, buscan el paraíso, porque esto es el infierno", comenta.

Entonces llega otro joven que conduce un carro empujado por un burro que transporta bolsas enteras de basura. Las trae de otra zona, las abre, las examina, ve lo que se puede aprovechar y luego las arroja al mar de excrementos y porquería que se extiende delante de sus chabolas. El chico del carro no quiere pararse a hablar de los suicidas. Restalla el látigo y sigue con su carro camino arriba.

Del interior del barrio aparecen otros dos jóvenes. Conocen a los suicidas, pero no quieren hablar de ellos. Consideran más importante enseñar el carné de identidad: "¿Ve lo que pone? Dirección: Saquila. Nadie quiere darme trabajo por eso. Antes no querían porque decían que éramos ladrones. Ahora dicen que somos kamikazes. Y yo soy peluquero".

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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