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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Musharraf bis

El golpe del dictador paquistaní coloca su país ante el abismo. Y a Bush, ante un dilema

El estado de excepción decretado en Pakistán por el presidente Pervez Musharraf y la suspensión de las garantías constitucionales liquida las expectativas de apertura en el crucial país asiático. La decisión del dictador, anticipándose a un fallo del Tribunal Supremo en contra de su elección por el Parlamento el mes pasado para un nuevo mandato presidencial, se acompaña de las medidas del manual del golpe de Estado: el Ejército en las calles, control de televisiones, radios y comunicaciones y detenciones masivas de opositores y defensores de los derechos civiles.

Musharraf, llegado al poder en un cuartelazo incruento en 1999, ha justificado su autogolpe en el auge del terrorismo y las interferencias del poder judicial (un reducto contra sus excesos) en la gobernación del país. Pakistán ha sufrido en los últimos meses un rosario de brutales atentados islamistas con centenares de muertos, el último con ocasión del regreso del exilio de Benazir Bhutto. Pero la credibilidad del líder paquistaní ya era mínima antes de su segundo golpe de Estado. La decisión del sábado ensombrece aún más su figura y deslegitima en todo caso cualquier eventual movimiento hacia una fachada representativa que se produjera bajo las actuales circunstancias.

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Pakistán, único país musulmán en posesión del arma atómica y bajo un creciente extremismo religioso, es una nación profundamente dividida e inestable, en manos de sus militares durante 32 de sus 60 años de vida. En este deteriorado y volátil escenario, multiplicado por la contaminación fundamentalista del vecino Afganistán, el golpe de Musharraf introduce nuevos interrogantes. El Gobierno pretende que seguirán adelante, sin fecha, las elecciones legislativas que se iban a celebrar en enero y para las que Musharraf había alcanzado un dudoso compromiso de fachada democrática, auspiciado por Estados Unidos, con la ex primera ministra Bhutto. De cuál sea la reacción de Bhutto, que dirige el mayor partido laico del país, y de la oposición islamista, que pide a los suyos echarse a la calle contra el presidente, depende la inmediata evolución de la crisis.

De puertas afuera, el golpe coloca en un callejón a EE UU, principal valedor internacional del régimen, empeñado en que cuajase una transición pactada hacia un poder civil. Washington, que había advertido recientemente a Pervez Musharraf contra la tentación del estado de excepción, anunció ayer que revisará su ayuda a Pakistán, más de 10.000 millones de dólares desde 2001. Pero más allá de ese río de dinero, destinado básicamente a armar a los militares en la lucha contra el terrorismo, el nuevo salto en el vacío de Musharraf coloca al presidente Bush ante una nueva pesadilla exterior y de calado: un dictador, apoyado por Estados Unidos y abandonado por casi todos, que acrecienta en progresión geométrica la inestabilidad de un país descoyuntado, situado en una región crítica y dotado de armas nucleares.

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