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Columna
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Muerte en 'Yihadistán'

Se dibuja en el mapa un triángulo de la muerte en el que opera el terrorismo internacional, que podemos denominar Yihadistán o la tierra de la yihad en su versión macabra; la de la guerra no sólo contra Occidente, sino, principalmente, las sociedades islámicas de gobernantes moderados, o sea congraciados con EE UU. Ese triángulo, formado por Pakistán, Afganistán e Irak, no delimita una figura geométrica continua, sino que su parte iraquí aparece separada de la afgano-paquistaní por Irán, el gran íncubo de Washington, país en el que, sin embargo, no encuentra refugio el terrorismo islamicista.

En su proclamación del Eje del Mal, que en 2002 componían Irán, Irak y Corea del Norte, el presidente Bush sólo acertó uno, Irak, y eso porque su política lo convertiría inmediatamente en terreno de caza del yihadismo. Y en ese triángulo de las Bermudas terrorista, el atentado que ha costado la vida a la ex primera ministra paquistaní Benazir -la incomparable- Bhutto subraya la quiebra de la política norteamericana en la llamada guerra contra el terrorismo. La estrategia podía tener sentido: como el presidente paquistaní, el ex general golpista Pervez Musharraf, demostraba ser incapaz de estabilizar la situación en un país tan clave en la lucha antiterrorista como que en su frontera con Afganistán (Waziristán Sur y Swat) se asegura que acampa la dirección de Al Qaeda, había que respaldarle, y ahí es donde entraba en juego Benazir Bhutto, exiliada en Londres desde 1996.

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Tras el 11-S, el militar paquistaní decidió que, pese a que Islamabad había sido el gran protector del Gobierno talibán, urgía cambiar de campo ante la inminencia de la invasión norteamericana de Afganistán. Y así asumió su destino de punta de lanza en esa guerra, pero sin poder por ello renunciar al apoyo de una coalición de seis partidos islamistas, en tanto que las formaciones más o menos laicas -el PPP de Benazir- estaban en la oposición; Musharraf declaraba, así, la guerra a sus partidarios en nombre de sus adversarios, causando frustración y disgusto en la jerarquía del Ejército que, como se ha dicho, es el primer partido político del país porque controla cientos de empresas valoradas en unos 15.000 millones de euros (6% o 7% del PIB), y añora los tiempos en que Afganistán era su virtual protectorado; igualmente, el viraje causaba confusión y desánimo en la tropa, reflejado en deserciones y limitadas ansias combativas contra el terror.

La consecuencia de todo ello ha sido el peor año del mandato autoritario: rosario de atentados yihadistas, destitución del presidente del Supremo, encarcelamiento de una fronda democrática de abogados, reelección de muy dudosa legalidad del propio Musharraf, y proclamación por unas semanas en diciembre del estado de emergencia para maniatar a la oposición mientras se le reelegía. Washington había convencido a Benazir de que pactara su regreso con el presidente, del que podía convertirse en primera ministra a tenor del resultado de las legislativas convocadas para el 8 de enero, y ahora aplazadas. Con ello se pretendía democratizar el régimen y endurecer la lucha contra Al Qaeda, aunque el hecho de que se esperara tanto de Benazir, que había desempeñado dos equívocos mandatos entre 1988 y 1996, es un misterio. Ella fue quien reconoció el régimen talibán, el Ejército mangoneaba a su antojo, y su viudo, que ahora la sucede al frente de su partido, el PPP, como tutor de su hijo de 19 años, estuvo ocho encarcelado por corrupción.

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Fracasada la Operación Benazir, ese triángulo de la yihad donde el terrorismo practica la propaganda por el hecho para edificación de parte del mundo árabe e islámico, funciona como una estructura de vasos comunicantes. Mientras desciende la violencia en Irak, hasta el punto de que Washington empieza a pensar que puede ganar la guerra, aumenta exponencialmente en Afganistán, y Pakistán mete varios conflictos en una sola carnicería: la guerra de la democracia y la del terror, enemigas entre sí, enfrentadas al poder oficial. Estados Unidos, que ha abierto Irak al terrorismo yihadista; que asiste impotente a la salida de las catacumbas de los talibanes en Afganistán; sigue inerme aferrado a su aliado paquistaní, pese a que ya no puede aliviar con Benazir a un presidente acosado. El tiempo transcurrido desde el 11-S ha servido para consolidar ese nuevo triángulo de la yihad. La guerra contra el terrorismo se extiende, pero hacia Occidente.

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