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Columna
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Irán en transición

Lluís Bassets

Irán ha sido quizás el mayor beneficiario de los errores de George W. Bush y sus neocons, hasta el punto de que ha resurgido como potencia regional y referencia política hegemónica del islamismo, con extensiones y alianzas por todo Oriente Próximo. La ironía de la historia es que tras alcanzar su cénit de puertas afuera, al régimen jomeinista, corroído en su interior, se le abra la mayor crisis desde su fundación como República Islámica, en lo que son probablemente los balbuceos de una transición política.

Pocas cosas son más difíciles de acompañar que el paso de una dictadura a una democracia cuando se sale de una etapa de polarización extrema, como la que ha presidido las relaciones entre Washington y Teherán durante los 30 años de vida de la República Islámica. Diez días ha durado la retención de Obama ante la represión brutal contra la revuelta democrática en Irán. Su rechazo contundente a las actuaciones del régimen llega en el momento mismo en que la crisis electoral pasa a una nueva fase, en la que es muy probable una sensible disminución de las movilizaciones. La estrategia de la dictadura es ahora bien clara: enfriar la crisis endureciendo el control de la calle, por una parte, y por la otra mantener minúsculos márgenes para las reclamaciones, sabiendo que el final está ya decidido e incluso acotada la fecha de la nueva toma de posesión de Ahmadineyad. Nadie podrá decirle a Obama que ha pretendido influir sobre el resultado final o animado a los manifestantes a seguir protestando. Un comportamiento tan circunspecto era especialmente útil para desmentir ante la opinión pública iraní el papel que el régimen otorga a Estados Unidos, como espantajo útil para justificar todos los problemas, fallos y corrupciones, al estilo de la Cuba de Castro.

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La herida sufrida por el régimen en su legitimidad supuestamente democrática es incurable. Esos tres millones de votos sobrantes, reconocidos por el Consejo de Guardianes en las urnas de 50 distritos sobre 170, son la pistola humeante que prueba el fraude. No hay más que decir. Si no se anulan, y ahora ya es muy difícil que suceda, Ahmadineyad se instalará como un presidente tramposo, salido de un pucherazo alentado por quien detenta realmente el poder como dictador supremo, que es el ayatolá Alí Jamenei. De un plumazo queda en cuestión el entero tinglado que permitía presentar a la República Islámica como un ejemplo de democracia compatible con la más estricta práctica religiosa.

Si en China es la autoridad suprema del partido la que constituye el último dogma que garantiza la cohesión y la disciplina, en el Irán jomeinista este papel lo desempeña la autoridad del velayat el-faqih (gobierno del jurisconsulto), que vela por la adecuación del Estado y la sociedad al dogma indiscutible de la sharía o ley islámica, cuya interpretación esta finalmente en sus manos. A diferencia de China, donde nada ha podido resquebrajar al Partido Comunista, en Irán sí ha sucedido con la autoridad de Alí Jamenei, el sucesor de Jomeini, que ha tomado partido sospechosamente por Ahmadineyad, ha declarado válidas las elecciones y se ha jugado su prestigio entre sus pares, los clérigos, como demuestra el apoyo de Rafsanyani y Jatamí a los candidatos reformistas.

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El cambio de etapa es especialmente delicado. Obama no puede olvidar su objetivo de normalización de relaciones y debe mantenerse firme en una oferta de diálogo que debe ser con Irán, no con el régimen, sobre el proyecto nuclear. Pero tampoco puede permitir que sea utilizada por Ahmadineyad para recuperarse después de esta crisis. Al contrario, debe habilitar la nueva estrategia norteamericana a la necesidad de cambio democrático expresada en esta protesta. Seguir el camino diplomático será especialmente difícil si de pronto el régimen consigue superar este tremendo bache y resucita más duro y fuerte que nunca. Pero si sucede lo contrario, el diálogo con EE UU puede incluso contribuir a una extensión de las grietas que han aparecido en la República Islámica.

La fortaleza del movimiento democrático es innegable. Tiene un objetivo claro: la celebración de nuevas elecciones; un símbolo que cuadra perfectamente en la cultura política chiita: Neda, joven mártir asesinada por los impíos basijis, los porristas lumpen al servicio del régimen; y un lenguaje y formas de combate que se apropian de la legitimidad religiosa hasta ahora radicada en el otro bando. Además, la sociedad iraní, como la española en los años sesenta, ha empezado ya su transición de mentalidades e incluso costumbres. Quien no ha sabido hacerla es el régimen. Ahora es el momento en que son válidas las palabras de Mijaíl Gorbachov a Erick Honecker, el dictador comunista de la República Popular de Alemania poco antes de la caída del Muro: "La vida castiga a los que llegan tarde". Un buen puñado de ayatolás ya lo sabe. No así el Guía Supremo y sus esbirros. Si seguimos el prontuario de la historia, su suerte está echada.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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