CAPITULO 2 Colombia

La identidad del dolor. En la cordillera del Cauca vive la memoria de los muertos por un conflicto armado aún pendiente de las convulsas negociaciones entre la guerrilla y el Estado. En torno a los desastres de la guerra y a sus males psicológicos en la población gira la segunda entrega de la serie ‘Testigos del olvido’

Por Manuel Rivas Fotografía de Juan Carlos Tomasi

Colombiapor Manuel Rivas

La mayor atracción es El Globo de la Muerte. Cuatro jóvenes motoristas cruzándose a toda velocidad en el interior de una esfera. Los números circenses con animales están prohibidos en Colombia, así que las motos rugen, aúllan, cabecean enfurecidas en la jaula terráquea, a punto siempre de destrozarse unas a otras. Pero Collarín, el payaso del circo de paso por Toribío, consigue arrancar sonrisas cuando invoca la paz. “¡Todos queremos paz!”. Y estira el brazo derecho, coloca la mano a la manera de un arma: “¡Esta es tierra de paz!”, advierte, y dispara con el índice: “¡Paz, paz, paz!”. Una ráfaga de paz retumba bajo la carpa.

En la región del río Naya hay grandes reservas de oro. Las FARC controlan algunos yacimientos de oro y recursos de la zona del Cauca.
Son los muertos los que más trabajan por la paz en Colombia. Es la única guerra donde la memoria es optimista; y la realidad, pesimista

Álvaro Colores, Collarín, de 48 años, payaso desde los 11, dice que el circo es uno de los lugares más seguros en esta parte del mundo donde se vive en vilo. La gente viene a calmarse en este escenario de riesgo. El payaso serio desarma la actualidad con un humor que aquí se mide en un calibre muy sutil. Mira hacia un lugar en la grada: “¡El sexto de enfrente que no se meta conmigo!”. Lejos de aquí sería una ocurrencia surrealista. En Toribío, en el corazón de la cordillera del Cauca, suena como un divertido eufemismo y provoca risa asombrada. En el escenario real, ahí, fuera de la carpa, el Sexto Frente no es una broma. Es una de las ramas más fuertes de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Ni guerrilla (FARC y ELN). Ni Ejército. Ni bandas paramilitares que han rebrotado con el nombre de Rastrojos o Urabeños, además de la sombra intermitente de los Águilas Negras. No, en las conversaciones públicas no se menta al bicho por su nombre. Se habla de “actores armados”, al igual que esta guerra culebrera es el “conflicto”. Hay políticos y hay “parapolíticos” (congresistas vinculados a los paramilitares o a los narcos, o a ambos). Hay un registro oficial de víctimas, pero lo más riguroso es la “violencia subregistrada”. Cada actor armado tiene su “reputación”. ¿Reputación? Lo que los hizo más temibles. Así, los paramilitares construyeron su “reputación de violencia” con las masacres y la sevicia, que incluso se enseñaba en las “escuelas de la muerte”. La guerrilla, sobre todo con los secuestros: “pesca milagrosa”. Las minas antipersonales se conocen como “quiebrapatas”. También como el “soldado perfecto”. La mina no come, no gasta, siempre está en su sitio, disponible.

Los muertos indocumentados: NN (del latín nomem nescio). Los jóvenes indigentes o marginales asesinados por el Ejército como supuestos combatientes guerrilleros: “falsos positivos”. La multitud de ahogados que pueblan los fondos fluviales: los que “viven en el río”. En esta neolengua, no siempre se trata de disfrazar la realidad. La ironía suele ser una forma de “ignorancia simulada” y en Colombia, por ambas partes, puede permitir muchas veces avanzar en una conversación. Ese fue un trámite necesario para iniciar las negociaciones de paz en La Habana. También se anestesia el lenguaje para que no duela siempre. Y hay eufemismos sublimes, de una estrategia extrema de la consolación. Por ejemplo, los “muertos adoptados”. Alguien que encuentra un cuerpo a la vera del río, se apiada y lo entierra. Un día lel leva flores. Hasta que aquella víctima que arrastró el río ya no es un desconocido, sino un ser providencial. Y el rescatador pone una lápida con su propio nombre.

Así se adopta a un muerto.

Son los muertos los que más trabajan por la paz en Colombia. No es una ironía. Es la única guerra donde la memoria va por delante, es optimista, mientras la realidad es pesimista: no se imagina a sí misma sin conflicto. Hay una expresión colombiana para definir la visión de una persona en el justo instante en que lo van a hacer desaparecer: “la última lágrima”.

Y hay momentos en que ya los muertos no aguantan más. En cada rincón de Colombia, rompiendo el régimen de silencio, y las vacaciones de las conciencias, germinan cientos de grupos de la memoria, a la búsqueda de los desaparecidos, solidarios de las víctimas. “La memoria”, dice Andrés Suárez, de 38 años, investigador del Centro Nacional de la Memoria Histórica (CNMH), “permite hacer visible lo que el victimario quiso hacer invisible”.

Se multiplican los actos de reparación, los jardines de muertos que no tuvieron sepultura. “Conocer a los que nunca veremos”. La hija de un descuartizado con motosierra en la masacre de El Salado decide hacer una escultura a partir de una fotografía del padre: “Yo quería recordarlo así, a mi papá, de cuerpo entero”. María Enma Valls, refiriéndose a la Operación Orión del Ejército, en la Comuna 13 de Medellín, en 2002, con 200 jóvenes desaparecidos: “Sería terrible contar todo esto y que no pase nada”.

La capital del Cauca es Popayán. La parte antigua está trazada con tanta inteligencia urbanística que, mientras paseas, suspendes momentáneamente las hostilidades con la historia imperial. Popayán tiene unos 220.000 habitantes. Este es el número oficial de muertos registrados en Colombia por el conflicto armado entre el 1 de enero de 1958 y el 31 de diciembre de 2012. A medida que avanza la excavación de la memoria, como señala el informe ¡Basta ya! (CNMH), “se pone de manifiesto la brecha entre lo conocido y lo ocurrido”.

En esta prolongada “temporada en el infierno”, de los 220.000 muertos, la inmensa mayoría son víctimas civiles y selectivas. El número de desplazados puede llegar a los seis millones de personas, con ocho millones de hectáreas de tierra abandonadas o directamente despojadas. La “violencia catastral”. “No respetaron ni los cementerios”. La cifra de desapariciones forzosas puede remontarse a más de 27.000, más que los desaparecidos en el periodo de la Operación Cóndor en las dictaduras de toda América Latina. Pueblos vaciados, abandonados, como San Carlos, en Antioquía: “Cuando uno desaparecía, iba muriendo despacitico toda la familia”. En La Sonora, otro lugar “vaciado” de jóvenes, un mando al que los padres acudieron dijo: “Por ahí en 15 días les vuelven”. Miles de los muertos civiles lo fueron en masacres. Los más vulnerables: niños, mujeres, pueblos indígenas, líderes sociales y sindicales. Hay una geografía donde se aplicó la tecnología del terror: escuelas de la muerte o del descuartizamiento, como la creada en la finca La 35, en Urabá, por el jefe paramilitar Doble Cero. Más de 10.000 personas, con 2.000 muertes, sufrieron el impacto de las minas. En el Registro Único de Víctimas están 1.774 violaciones sexuales, delito usado en muchos casos contra “mujeres líderes”, como las indígenas, luego asesinadas o desaparecidas, Margoth, Rosa, Diana y Reina, en Bahía Portete.

“Una metáfora de la complejidad de Colombia.” El escritor Manuel Rivas visita a la localidad de Toribío que trata de abrir paso a la memoria histórica entre el miedo al conflicto

Y la pena moral. ¿Cómo medir la pena moral? Cuenta una joven de Ciénaga al Grupo de Memoria Histórica: “El dictamen de la muerte de mi mamá fue pena moral. Ella no quiso vivir más. Se le olvidó que tenía otros siete hijos y vivió en busca de él. La muerte de mi mamá fue muy dolorosa. Nosotros tuvimos que traer a una persona que se parecía a mi hermano para que ella en su hora de muerte lo tocara y creyera que él era el que había llegado. Para que se pudiera ir tranquila y nosotros, en el dolor, decirle: ‘Mamá, tranquila, Reinando está acá, llegó’, y ella verle la luz en los ojos”.

A todas las víctimas del padecimiento físico hay que sumar las que padecen ese dolor insondable. La pena moral. Las heridas invisibles. Enfermedades mentales causadas por la guerra y, en gran parte, desasistidas. Ese es la principal área de actuación de Médicos Sin Fronteras en Colombia, y en concreto en el Cauca, donde atienden a miles de personas.

"El problema de la violencia en Colombia es un problema de salud mental. La incapacidad para compartir el dolor”

“Colombia, una nación a pesar de sí misma”. La historiadora Juana Rubio me apuntaba esta idea de David Buchner, que es también el título de un libro imprescindible, para subrayar que “a lo largo de la historia colombiana siempre han prevalecido los intereses particulares, no los de la nación”. No existía una identidad compartida. Algo en lo que fundamentar una confianza básica. Otro historiador, el emérito Medófilo Medina, que parece llevar la historia en la cabeza, como la cima nevada del volcán Puracé, autor de El rompecabezas de la paz, me recordaba el aforismo de Bryce “La democracia es el modo de contar las cabezas sin romperlas” para formular el fatídico diagnóstico: “La democracia colombiana ha presentado un desarrollo anómalo que se puede reflejar en la fórmula: contar cabezas y romperlas”. La paz consistiría en esa humilde épica de contar cabezas sin romperlas. Por vez primera parece surgir un consenso nacional más fuerte que los intereses particulares y es esa “identidad del dolor”.

Natalia Botero, profesora en Medellín, lleva años dando imagen y voz a las víctimas. Cuando nos encontramos, le costaba hablar. Le había llegado la noticia del suicidio de Nazly, una niña de 13 años que actuaba de portavoz de jóvenes familiares de las víctimas. No fue capaz de regresar del horror. Natalia menciona un texto de John Berger que puede ayudar a regresar del infierno: “Hay gran parte del dolor que no puede compartirse. Pero el deseo de compartir el dolor sí puede compartirse”. ¿El deseo de compartir el dolor puede contribuir a refundar una nación?

De alguna forma, cuando era una niña, Diana Patricia Gonzalías adoptó un muerto. Diana, de 28 años, es hija de madre indígena, de la etnia nasa, y de padre afro. Nació en la cuna materna, en Toribío. Sus padres se hicieron maestros con mucho esfuerzo. “A ella le gustaba mucho leer. Se sabía de memoria El Buscón. De niña, con seis o siete años, me hacía leer trozos a la luz de la vela. Y se reía muchísimo”. Fue por esa edad cuando pasó lo de la plaza. Una multitud que rodeaba a un joven lo zarandeaba. La madre del muchacho lloraba, imploraba. Diana Patricia se acercó a ver lo que ocurría. “Al parecer era un guerrillero, pero el muchacho estaba desarmado. Un hombre lo acusaba de un hurto. El joven se arrodilló. Lo iban a matar y nadie decía nada. Hasta que lo arrastraron detrás de un muro y sonó el disparo. Más tarde levantaron el cadáver y lo llevaron a la casa de la familia y le hicieron el velorio. Yo no paraba de preguntarme por qué la gente no hizo nada. Y me lo he estado preguntando toda la vida. Por ese muerto y por todos los que vinieron”. Estudió Psicología. Para responder a las preguntas. “En gran parte, el problema de la violencia en Colombia, en sus orígenes y consecuencias, es un problema de salud mental. La incapacidad para compartir el dolor. Ver al otro como un enemigo, como un ser prescindible. Habría que poner el país en un diván".

Convulsas negociaciones. La segunda entrega de 'Testigos del olvido', colaboración entre 'El País Semanal' y Médicos Sin Fronteras, gira en torno al conflicto de las FARC en Colombia
Nazly, una niña de 13 años que actuaba de portavoz de jóvenes familiares de las víctimas, se suicidó. No fue capaz de regresar del horror

La muerte compareció muchas veces ante Diana Patricia Gonzalías. De adolescente, caminando con su prima en la vereda de El Manzano, escucharon un tiro. Tuvieron una premonición y echaron a correr. Encontraron a su tío, al padre de la muchacha que la acompañaba, amarrado a una silla y desangrándose por un tiro en la sien. Cuando, en 2011, la guerrilla impactó La Chiva Bomba (un bus lleno de explosivos) contra la comisaría de Toribío, también volaron casas vecinales. En la estrategia del terror, eligieron un día de mercado y se contaron tres muertos y un centenar de heridos en una localidad de 3.500 habitantes. Cuando habla, puede verse el tráiler de lo sucedido en sus ojos. Le basta murmurar una palabra en lengua indígena,en nasa yuwe: “cxacxa”. Significa: ¡fuerza!

La pregunta de aquella niña de seis años, horrorizada por la sumisión colectiva ante una muerte anunciada, tiene ahora una respuesta que es síntoma también de una revolución mental en Colombia: “Yo nunca me arrodillaré ante la violencia. Y la comunidad indígena tampoco”. Los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes han sido, en su escala, las más violentadas durante el conflicto armado, según el CNMH. Los indígenas representan el 3,4% de la población colombiana y solo en los últimos 12 años han sido asesinados 1.190, la mayoría líderes comunitarios. En el Cauca, el 22% de la población es indígena (247.987 personas). Los más combativos y mejor organizados son los nasa. Impresiona lo ocurrido con los misak, de Guambia, en el curso de una protesta en 1997. Marchaban ordenada y pacíficamente hacia Popayán cuando irrumpieron fuerzas militares y abatieron a tiros a dos jóvenes. La respuesta de los misak fue: “Con los corazones paralizados por la incomprensión, nos devolvimos con nuestros muertos, porque no se puede hablar con gentes que hacen cosas así”.

La disposición de los nasa es muy diferente. Cuando ocupan la Panamericana, van para quedarse hasta que los escuchen. En 1971, en el resguardo de Toribío, tuvo lugar un encuentro decisivo en el nuevo despertar de las comunidades indígenas. Constituyeron el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Los miembros de los cabildos fueron detenidos de inmediato y permanecieron encarcelados dos meses. La acusación: “Por hablar demasiado abierto”. Pero siguieron adelante. La “plataforma de lucha” que aprobaron sigue vigente cuatro décadas después. Por la Constitución de 1991, Colombia es un país multicultural y tienen derecho a la autonomía. Han superado el dominio que por siglos ejercían los terratenientes del Cauca sobre sus tierras. Al contrario que en otros lugares de Colombia, han frenado la maquinaria pesada de las multinacionales de la minería. Pero tal vez lo más difícil: han declarado su territorio libre de actores armados. Un territorio en paz, donde el orden es gestionado por la Guardia Indígena, con miembros elegidos y renovados cada año. Y armados únicamente de bastones.

  • La Chiva Bomba. En 2011, la guerrilla utilizó en Toribío un autobús como este cargado de explosivos para reventarlo contra la comisaría. Por JUAN CARLOS TOMASI
  • Los millones de desplazados que han tenido que buscar espacio en los arrabales y en lugares remotos, muchos despojados de tierra y de estima, va a ser uno de los grandes problemas en el escenario posbélico. Por JUAN CARLOS TOMASI
  • Cuando se producía un ataque armado en el pueblo, los padres venían desesperados a buscar a sus hijos a la escuela. Pero eso era todavía más peligroso. Ahora, la primera instrucción es arrojarse al suelo, bajo los pupitres. Aconsejan a los niños que se abracen, que se sientan unidos. Empiezan a contar cuentos. Así, tirados en suelo, se cuentan cuentos. Hasta que pasa la pesadilla. Por JUAN CARLOS TOMASI

Daría Patricia estaba allí el 12 de julio de 2012 cuando una movilización de indígenas nasa desarmados expulsó a los 100 soldados de la base militar del cerro Berlín. La gente de Toribío se reunió en asamblea. Una parte fue hacia la base militar, y otra, hacia un cambuche (campamento) guerrillero. “Yo perdí todos los miedos. Me dije que si moría, no moriría escondida debajo de la cama. Nunca antes una comunidad indígena se había atrevido. Y luego fuimos a por los guerrilleros. Había uno subido a un árbol y no lo dejamos bajar hasta que soltó el arma. Y se la quemamos. Decidimos cuidarnos solos. La paz puede negociarse en lo alto, pero se teje a diario, en la vida real. Y no es fácil”.

Los muertos no aguantan más. La memoria del conflicto armado en la cordillera del Cauca aún está pendiente de las negociaciones. Fotografías de Juan Carlos Tomasi

No, no es fácil. Antes de llegar a Toribío el pasado noviembre, miembros del Ejército mataron en Caloto a un indígena y fueron acusados de intentar ocultar el cadáver. Al día siguiente de nuestra salida de Toribío, un grupo guerrillero mató a tiros a dos miembros de la Guardia Indígena que intentaron retirar una valla propagandística. Todo está en Toribío. Lo visible y lo invisible. En la capital del hostigamiento es uno de los lugares donde más se trabaja por tejer la paz, con un especial protagonismo de las mujeres. Y hay un dato que algo debe tener con la esperanza: este año, en el centro público de salud, han nacido más niños que nunca. El pasado mes de marzo, 32.

–Si llega un guerrillero herido, ¿se le atiende?

–Cualquiera que llegue tiene asistencia médica. No tenemos que discriminar a nadie.

Pese al contrapeso del espíritu “fiestero”, Lina destaca que la mayor secuela de la guerra es “la pena moral”. La secuela de las enfermedades mentales. Alirio es uno de los está y no está. Te habla, pero su mirada está en el país de la pena. Esa pena moral es atmosférica. El paraíso escupe proyectiles, tatucos (morteros), cilindros. Alirio Piamba, de 54 años, no pudo soportarlo. Se marchó desplazado a un lugar sin hostigamiento. Pero encontró otra intemperie. Ser desplazado es como llevar un estigma en la frente. Los millones de desplazados van a ser uno de los grandes problemas en el escenario posbélico. Luis Yimer Paví, de 42 años, docente en una pequeña escuela rural indígena, dice que para una paz verdadera y duradera es imprescindible “superar las injusticias”.

¿Y cómo amaneció? Esa es la forma de decir buenos días de Ludia Lemos. Se lo dice a todos y cada uno de los niños y niñas que se cruzan con ella. Es maestra en la Institución Educativa, el gran centro escolar de Toribío. En el enclave entre montañas, el recinto escolar no está libre de impactos. Hoy es un día soleado. En el recreo, el patio es un taller que bulle y canta. Alrededor de mil alumnos acuden al Instituto Educativo, donde las clases son en español y en lengua nasa.

–¿Qué hace cuando hay hostigamientos?

–Antes los padres venían desesperados a buscar a sus hijos. Pero eso era todavía más peligroso. La primera instrucción es arrojarse al suelo, bajo los pupitres. Aconsejamos a los niños que se abracen, que se sientan unidos. Empezamos a contar cuentos. Así, tirados en el suelo, nos contamos cuentos. Hasta que pase la pesadilla.