_
_
_
_
_
Reportaje:Catástrofe aérea en Madrid | La reconstrucción

El último vuelo del 'Sunbreeze'

Relato del peor accidente de aviación en España en 25 años

Ana Alfageme

-Spanair 5022. Viento 180 7. Autorizado a despegar. Pista 36 izquierda.

La orden de la torre de control de Barajas retumba en el auricular del comandante Antonio García Luna cuando el Sunbreeze, los dos motores al ralentí, encara el ancho camino negro, cuatro kilómetros y medio que se abren hacia el norte en el aeropuerto de Barajas. Una de las pistas más largas de Europa.

En la consola de instrumentos, el reloj se acerca a las 14.23 del miércoles 20 de agosto. El sol hace brillar la afilada estructura del Mc Donnell Douglas MD-82 blanco, sus dos motores pegados a la cola azul oscuro. El copiloto, Javier Mulet, está pendiente de las comunicaciones. La joven azafata Toni Martínez se abrocha el cinturón en la butaca 1E.

En la estilizada barriga del avión hay sombrillas. Equipaje de vacaciones
El avión supera la V1, unos cuantos dígitos que implican el punto de no retorno
Primera llamada al 112: "He visto un avión despegar. Se ha caído y ha explotado
Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete
Hay un hombre atrapado. Resbalan cuerpos y butacas sobre él
Un niño pequeño dice que su hermana está dormida. No lo está
Más información
La potencia, la avería y el piloto curtido
"No hay ningún indicio de fallo humano"
Una compañía con una mala salud de hierro
La muerte de una de las heridas eleva a 154 las víctimas
Las declaraciones de los heridos no arrojan luz sobre la causa del siniestro
"¿Se habría quedado en el avión?"
"Será muy doloroso ver el uniforme de Spanair en casa"
Silencio y lágrimas en el cementerio de la Almudena

El comandante empuja la palanca del gas para que el Brisa del Sol, matrícula EC-HFP, se lance sobre la pista. La aceleración aplasta a los 162 pasajeros y a los 10 tripulantes contra sus butacas cuando el pájaro de metal inicia la carrera.

Puede que sobre la cabina haya planeado cierta inquietud al bramar los motores. Dejar la tierra da respeto. Volar tiene algo de atávico.

Y más porque es el segundo intento. Una hora y media antes, mientras el avión, a tope de pasaje, rueda desde un finger de la T-2 hacia la cabecera de pista, el comandante ha pulsado el botón de comunicación con la cabina:

-Señores pasajeros, tenemos un problema técnico. Se ha encendido un piloto. Necesitamos suspender el despegue y volver para una revisión.

Algo así debió de decir el comandante García Luna, 38 años, un veterano con abultada hoja de servicios como piloto de rescate en el Ejército del Aire.

Una frase muy distinta de aquello que tanto le gustaba contar en cada vuelo: la altitud, la ruta, el tiempo. Detalles de un aviador nato que disfruta comunicando una pasión: esas vistas únicas que mueven a pegar la nariz a una diminuta ventanilla para adivinar en qué punto del mapa colocarías esa lejana línea blanca de olas que lamen una extensión verde: "A la izquierda, la costa de Marruecos"; "al abandonar la Península, pasaremos cerca del Parque Nacional de Doñana".

El vuelo de Spanair JK5022, con salida a las 13.00, con destino al aeropuerto de Gando, en Gran Canaria, se retrasaba.

Probablemente, Javier, en su capazo, no oyera los murmullos de fastidio, o de miedo, que seguramente cruzaron la cabina. El bebé, de tres meses, puede que fuese dormido. Iba a ser bautizado en la tierra de su joven madre, Zenaida, 19 años, que estaba sentada con su marido, Javier padre, casi tan joven como ella. Habían dejado el bar de Argüelles, un negocio familiar en el que trabaja él, para cristianar a su primer hijo.

Probablemente, María Jesús Font estaba más pendiente de Rubén, el hombre con el que se había casado cuatro días antes en un pequeño pueblo de Madrid, que del retraso.

Probablemente, la directiva de banca canaria Beatriz Reyes, de 41 años, miraba sin ver los rastrojos secos que rodeaban las pistas. Quizás, mentalmente, aún distinguía los baobabs de la sabana sudafricana, donde había estado de vacaciones. Puede que no le gustase mucho la idea de volver a casa.

Todo lo contrario que la médica del Samur Ligia Palomino y José, su novio. No sonaba mal cambiar el peregrinar con su ambulancia por el rostro más desgraciado de Madrid por unos días al sol. Regalo de su 42 cumpleaños.

Porque bajo los pies de Javier, de Zenaida, de María Jesús, de Beatriz, de Ligia, estaba la bodega abarrotada con maletas de dos clases: unas cargadas con regalos y ropa por lavar de unos días de asueto en la península, en Suráfrica o en Orlando. Otras, con bañadores secos y camisetas apiladas con cuidado para estrenar las vacaciones 2008.

La estilizada barriga del MD-82 ocultaba sombrillas de playa, juguetes, pañales y chancletas. Equipaje de vacaciones de un día de agosto para muchos de los 22 niños y los 140 hombres y mujeres del pasaje.

Familias enteras a quienes el verano se les había agotado en un pueblo de Ciudad Real -como la de Laurencio García, concejal de San Bartolomé de Tirajana, la mujer y los dos hijos- o en una playa de Málaga. Era el ritual anual para una profesora y un diseñador y sus tres hijos: ir al sitio donde se habían conocido. Unos y otros volvían morenos del sol de la meseta o del litoral mediterráneo, distendidos, descansados. Con ganas de contar.

Y luego estaban los más afortunados, los que tenían aquella isla redonda por descubrir en las guías de viaje; los que habían roto la hucha para subirse al avión, como Mari Carmen Rojo y Gabriel Ortega. El sueño de última hora de un técnico de aire acondicionado y una esteticista de Vallecas. Seguramente estarían mirándolo todo con los ojos muy abiertos, la revista de a bordo, la cartulina con las instrucciones para abrir la ventanilla de emergencia, los movimientos como de muñeca de la azafata Toni Martínez cuando acompañaba la letanía de la jefa de cabina sobre la despresurización. Todo era nuevo para ellos. Nunca habían volado.

Con el anuncio del comandante García, los mensajes de texto o las llamadas alcanzaron teléfonos muy distantes del hábitat quizá festivo del avión (¿qué vuelo estival con destino a la costa no contiene una verbena de críos ruidosos y pandillas expansivas?). Había que avisar del retraso a los que esperaban 1.800 kilómetros al sur, en Gando. Casi la mitad del avión, 79 viajeros, eran canarios. Pero quizá también sonaron en algún lugar de Alemania o de Francia. Repartidas entre 162 butacas, había 11 nacionalidades.

"El vuelo se retrasa, hay un problema técnico". Ése pudo ser el SMS que Rubén Santana, 45 años, tecleó a Mari Carmen, su esposa, cuando el avión se alejaba de la pista, de vuelta a un aparcamiento. El pastor bautista de Tres Cantos estaba en la lista de espera del JK5022. Aunque él tenía billete para un avión nocturno y el vuelo estaba sobrevendido, consiguió una plaza. Quería abrazar a su madre cuanto antes, y quizás echarle un ojo a su negocio en Mogán.

Puede que su asiento fuese uno de los que no ocuparon Héctor y su novia, un par de canarios que se retrasaron tres minutos en llegar al mostrador de facturación. Los chavales insistieron, pero no consiguieron traspasar el control de seguridad. Mejor para Rubén, que no tendría que aterrizar de madrugada en Gran Canaria.

En el JK5022 varios nombres de pasajeros bailaron. Lo normal. Pero uno desapareció, aunque en realidad estaba sentado en la segunda fila de la primera clase. Se llamaba Rafael Vidal, y era un ingeniero de 30 años, madrileño, con tres días de vacaciones por delante.

Cuando el avión regresa al aparcamiento, el reloj marca las 13.42. Así lo registra el sistema informático Amadeus que se usa en aviación. Los pasajeros no saben si cambiarán de avión y eso aparece en algunos mensajes. "Amor, se me averió el avión. Estábamos en pista de salida y regresamos. Tengo a todos los técnicos y mecánicos revisándolo. A ver si me cambio de avión. Besitos amor. Hasta pronto", pudo escribir el pastor, Rubén.

Se acercan unos autobuses. Un técnico de mantenimiento de Spanair revisa el porqué del piloto rojo que se encendió en la cabina del comandante.

Descubre que la clave está en el morro, cerca de las letras impresas que rotulan el avión bajo la gran ventana de los pilotos. Un calentador de la sonda que mide la temperatura exterior no funciona. El dispositivo evita que aquélla se congele y así el comandante pueda saber con exactitud los grados reales en cualquier momento, y, si es necesario, activar los sistemas de anticongelación de los motores.

El técnico, tal y como contará después ante la comisión de investigación y ante la Guardia Civil, dirá que se desconectó el calentador y punto. Según los manuales de mantenimiento del MD-82, con una temperatura ambiental en tierra de 28 grados centígrados, puede volar esa tarde. No hay riesgo de congelación. Tendrá 10 días para solucionar la avería.

Menos de media hora después, el Spanair 5022 vuelve a rodar hacia la pista 36 izquierda con la autorización, en forma de firma, del técnico de mantenimiento, cuya identidad no ha sido revelada, y del comandante, que es la máxima autoridad del vuelo. El pastor ha recibido un mensaje: "Vente para casa". Él contesta: "No me dejan bajar. Vamos a salir ya".

14.22. Ya es la hora de comer cuando el Iberia 6464 procedente de Guayaquil. Ecuador, se posa, quemando queroseno, en la pista E36D. El Sunbreeze lanza sus 40 metros por la E36I con el viento de cola y la palanca de gas a tope. Las dos pistas son líneas imponentes. Cuatro kilómetros y medio de constante coreografía de despegues y aterrizajes de los aviones más grandes y pesados.

Rosa, la conductora de la furgoneta que espera a la tripulación del avión de Iberia, se fija en el MD-82 desde su punto de espera al lado de la terminal satélite de la T-4. Junto a ella hay dos decenas de maleteros y otros chóferes.

El alcalde de la ciudad, Alberto Ruiz-Gallardón, se dispone a comer en un restaurante del centro. Puede que los empleados de mantenimiento de Barajas Antonio y José Antonio, padre e hijo, estuviesen también en una pausa para comer. Igual que Francisco Martínez, bombero de Barajas.

El Sunbreeze, con sus 162 pasajeros, sus 10 tripulantes, la bodega llena, ha devorado ya parte de la pista, con viento de cola, siete nudos, algo que dificulta con una temperatura tan alta el despegue. Supera la velocidad de decisión, la V1, unos cuántos dígitos que implican el punto de no retorno. Sólo queda despegar.

Parece que no levanta el morro. "¡Que se come la pista. Que se la come!", exclama Rosa.

El avión se eleva sólo unos pocos metros. El pasajero Rafael Vidal, en la segunda fila, nota un bandazo a la izquierda, otro a la derecha. "Nos vamos a estrellar", piensa. Se encoge sobre sí mismo.

La médica, Ligia, dormita, pero se despierta en el 9A con los extraños ruidos del aparato. Se agarra al brazo de José, sentado a su lado en el 9B, y mira a su cuñada, en el asiento de delante. Beatriz Reyes se aprieta el cinturón.

Rosa, la conductora, ve alzarse unos metros, 200 pies, al Spanair. Inmediatamente, oye un petardazo. Cree que es el motor izquierdo. Luego le ve descender como una hoja caduca, planeando, a la izquierda, a la derecha. Cae al suelo. Y luego, una bola de fuego.

Han pasado unos pocos segundos. Las cámaras de vigilancia de AENA no registran explosiones en los motores, dicen los investigadores. El vídeo muestra que el avión rebota contra el asfalto y se desvía a la derecha. Una de las chispas del rozamiento prende en el queroseno, 15 toneladas, que atiborra los depósitos bajo las alas. En la vaguada del arroyo de la Vega, se incendia.

El comandante del Iberia 6464 grita al ver el estallido naranja. Sólo le oye una azafata.

-He visto un avión despegar. Se ha caído y ha explotado.

14.25. Un hombre que trabaja en una obra de Paracuellos se comunica con el 112. Es la primera llamada.

Bajo la gran chimenea negra hay un hombre atrapado. Resbalan cuerpos y butacas sobre el ovillo en el que se ha convertido Rafael Vidal. Oye gritos. "¡Me ahogo!, ¡me ahogo!". Tiene varias fracturas y un fuerte golpe en los pulmones.

Beatriz Reyes, la viajera de Suráfrica, se suelta el cinturón. No se ha desvanecido. Se levanta y sale. Ve que está al lado de un riachuelo. Le sangra la pierna derecha. Se hace un torniquete. Vuelve y trata de salvar a dos niños que gritan. Los arropa. No se separa de ellos.

La azafata Toni Martínez está en el río. Sigue consciente. No grita.

El alcalde recibe una llamada: es Pilar Martínez, la concejal de Urbanismo.

-Un avión se ha salido de la pista. No hay muertos. Quizá dos heridos leves. Pero hemos activado el protocolo de emergencias.

El regidor no se queda tranquilo. Sale hacia Barajas.

Antonio y José Antonio ven cadáveres carbonizados, un trozo de cola. El tesoro con las cajas negras dentro. Cuerpos en el riachuelo. Traen mantas. Son la avanzadilla de la caravana de ambulancias y coches de bomberos que conduce a 500 sanitarios, policías, bomberos y guardias civiles. Expectantes. Viajando mentalmente al 11-M. Sólo han pasado cuatro años.

-¿Dónde está mi padre? ¿Ha acabado la película?

El bombero Francisco Martínez descubre a un niño pequeño que deambula. Se llama Roberto, tiene sangre en la cabeza y dice que su hermana está dormida. Pero no lo está.

Ligia se despierta. Gira la cabeza para buscar a José. A su lado, una silueta ennegrecida. Le palpa la muñeca. No es el reloj de José. No es él.

Ve cuerpos humeantes. Esparcidos alrededor de una inmensa pira. Cambia la dirección del viento. Abrasa la lengua de fuego, así que se tumba de lado y se cubre. Oye gritos. Llantos de niños. Trata de levantarse para ayudar, pero cae. Lo intenta de nuevo. Falla. Una más. Nada. Su mente de médica de urgencias escanea las heridas de su propio cuerpo. Sabe que tiene el fémur partido. Abandona. Pero sigue gritando los nombres de José y de Gema, su cuñada.

Los sanitarios de Samur avanzan entre los restos del incendio, mayor que dos campos de fútbol. Tratan de distinguir los muertos de los heridos.

-Juanjo, soy yo.

Juanjo mira. Una mujer con la cara amoratada le llama por su nombre. ¡Es Ligia, la médica!

Horas después, cuando los hombres que se secan las lágrimas con guantes de látex han sacado a 20 heridos, avanza hasta la tierra abrasada otra caravana. Oscura. Son los coches fúnebres que se dirigen a una vaguada. El escenario de la peor catástrofe aérea que ha vivido España en 25 años.

Horas después, días después de aquel miércoles de agosto, hay 154 vidas menos, una incalculable, difusa, marea de dolor, y muchas preguntas sobre el último vuelo, el más breve, del Sunbreeze

Una grúa levanta el pasado jueves lo poco que quedó del avión siniestrado en el aeropuerto de Barajas.
Una grúa levanta el pasado jueves lo poco que quedó del avión siniestrado en el aeropuerto de Barajas.EFE

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Ana Alfageme
Es reportera de El País Semanal. Sus intereses profesionales giran en torno a los derechos sociales, la salud, el feminismo y la cultura. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora jefa de Madrid, Proyectos Especiales y Redes Sociales. Ejerció como médica antes de ingresar en el Máster de Periodismo de la UAM y EL PAÍS.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_