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Tribuna
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Perder la razón

Si como Clausewitz nos enseñó la guerra no es más que otra forma de la política, la razón de una guerra no puede ser sino la razón de su política. Hoy, cuando el horizonte político que casi todos compartimos es la democracia, la razón más aceptable de cualquier guerra es la razón democrática. Que se yergue sobre unos principios base de su legitimidad, indisociables de las reglas que para su concreción y ejercicio (legalidad) han establecido libremente sus destinatarios. Por lo que querer oponer legitimidad a legalidad en un marco democrático es una práctica de muy alto riesgo. De aquí la extrema fragilidad de la posición de los demócratas que en la guerra de los Balcanes defienden la legitimidad de la intervención bélica de la OTAN aunque no se hayan respetado las condiciones en las que apoyar su legalidad -el acuerdo de las Naciones Unidas-.Pero el discutible argumento de que lo insoportable de la situación en Kosovo, donde la limpieza étnica, ya en marcha, exigía una intervención bélica que no podía esperar la problemática conformidad del Consejo de Seguridad, no puede en modo alguno perpetuarse y extenderse a cualquier otra situación análoga, como postula el nuevo Concepto Estratégico de Defensa que la OTAN acaba de consagrar en el 50 aniversario de su creación. Según él, la OTAN no limitará sus acciones militares a la defensa de sus miembros -territorios e intereses- sino que utilizará su aparato guerrero en favor de los derechos humanos, cada vez que éstos sean gravemente vulnerados, no sólo en el estricto perímetro europeo, sino en un amplio y difuso contexto que se define como euroatlántico, con su "periferia" incluida, y que lo hará sin necesidad del acuerdo previo de las Naciones Unidas y en función de la sola decisión de la OTAN.

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Esta opción, que se apoya en la doctrina del nuevo internacionalismo de Tony Blair, atribuye de hecho a los países occidentales y más concretamente a Estados Unidos con Europa, la capacidad exclusiva de definir los perfiles, la sustancia y la jerarquía de los derechos fundamentales -¿cuál es la relación entre derechos individuales y derechos de los pueblos? ¿cuáles son los límites de la prevalencia de los derechos de la mayoría sobre los de la minoría?, etcétera- y el contenido esencial de la moral internacional. Olvidando que cuando el piloto de la socialdemocracia británica dice que las guerras no las hacemos ya para proteger economías y fronteras, sino para promover valores, y cuando los asiáticos y los africanos le responden que esos valores -los derechos humanos como él los entiende- son los euro-occidentales, nuestra última baza es recordar a unos y a otros que la Declaración Universal de 1948 la formularon todos los países miembros de las Naciones Unidas. Y que esa formulación unánime, en la que se funden legitimidad y legalidad, es la que los dota de vigencia efectiva y nos obliga a todos.

Privar a la Comunidad Política internacional, representada aunque sea de modo tan deficiente por la ONU, de su función de guardián de esos derechos, para ponerla en manos de un grupo de Estados cuyo líder sigue manteniendo la pena de muerte en su territorio, se ha negado a aceptar el Tribunal Penal Internacional, y que en los grandes temas mundiales -contaminación atmosférica y minas antipersonales para citar sólo dos- se alinea sistemáticamente con los países -China, Irán, Arabia Saudita, etcétera- más profesadamente no democráticos es un puro contrasentido.

Pero es que además la condición de sumisos compañeros de viaje cancela la posibilidad de toda identidad europea de seguridad y defensa, grava duramente la economía de nuestros países -por cierto, ¿cuánto nos ha acabado costando la guerra del Golfo?-, debilita el euro y consagra nuestra inferioridad militar -¿ha renunciado defitivamente la UE a tener un sistema de satélites de información del tipo del de EE UU, cuyo acceso nos está vedado?-. Por eso Europa en vez de ayudar a Clinton a justificar los 112.000 millones de dólares del nuevo presupuesto militar de EE UU tenía que haber profundizado en la propuesta de Milutinovic de una presencia internacional en Kosovo que tan sólo ahora -¡ay la verdad mediático-militar!- acabamos de saber que pudo haberse abierto camino en Rambouillet.

Esta flaqueza y la nueva OTAN nos han llevado a perder la razón que seguramente teníamos.

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